No me ocupo del contenido del discurso como tal, otros ya lo han hecho, lo que me interesa aquí es su efecto en la configuración del conflicto político. Asistimos, sostengo, a un despliegue de intransigencia sintomático de una deriva autoritaria, a una manifestación no tanto de fuerza por parte del presidente sino, más bien, de conveniencia y complicidad dentro de su propio movimiento. A ver si me explico.
En términos de desempeño y resultados el panorama es muy negativo para la gestión lopezobradorista: la pobreza ha crecido, la violencia no cede, la economía no levanta, el sistema de salud está colapsado, la educación es un barco a la deriva, no hay margen presupuestal para nada y los escándalos por irregularidades y conflicto de interés se han multiplicado hasta alcanzar al círculo más cercano del presidente.
Es cierto que la trayectoria histórica mexicana cuando López Obrador asumió el poder era poco compatible con la “transformación” que prometió y que el golpe pandémico, además, fue durísimo. Sin embargo, también es cierto que su gobierno pudo haber hecho mucho más de lo hizo –tenía suficientes mayorías legislativas y amplio apoyo popular– y que las dificultades heredadas o circunstanciales no lo exentan de responsabilidad. Al contrario, quien tiene el poder tiene que hacerse cargo y rendir cuentas.
Bueno, pues eso es precisamente lo que el endurecimiento de las últimas semanas evita: que haya responsabilidad y rendición de cuentas. ¿Por qué? Porque ante la acumulación de informaciones que le son adversas, el lopezobradorismo ha optado por convertir las demostraciones de lealtad y la estigmatización del desacuerdo en armas retóricas que inhiben la posibilidad de admitir exigencias legítimas.
Ejemplos de esa obecación sobran. Contra el INE, el INAI o la COFECE; contra la prensa, los jueces, las oposiciones o la sociedad civil. No hay disposición a asumir los hechos, a acatar lo que manda la ley ni a aceptar la validez de puntos de vista distintos.