El presidente, sus colaboradores y adeptos evitan hacerse cargo de estas y otras preguntas –normales en cualquier democracia, gobierne el partido que gobierne–, recurriendo al cada vez más desgastado e inverosímil expediente de victimizarse. No reconocen la validez de los agravios que motivan estas interrogantes; las achacan a la simple mala fe de sus adversarios: quieren “que nos vaya mal”, insisten en orquestar una “campaña de desprestigio”, blablablá.
Al hacerlo, exhiben una contundente incapacidad de justificar sus decisiones y de asumir las consecuencias de su manera de gobernar. La estrategia de fingir que son víctimas les sirve para no asumir responsabilidad alguna.
Detrás de esa debilidad impostada se encuentra, sin embargo, el anhelo de un poder sin límites. Que mandar signifique mandar a capricho, sin tomar en cuenta la legitimidad de la crítica, sin concebir que el desacuerdo merece respeto, sin negociar con las resistencias ni responder por los efectos contraproducentes, sin admitir fallas ni atender restricciones: así han querido entender su mandato los lopezobradoristas, como si haber ganado la mayoría absoluta de los votos les avalara todo.
A partir de los resultados de una elección que sucedió hace más de tres años, de una interpretación muy autoindulgente de la popularidad presidencial y de creerse, convenientemente, su propia propaganda, cualquier reparo u obstáculo a la voluntad de López Obrador les resulta antidemocrático. Su “cambio de régimen” consiste en instaurar una “verdadera democracia” en la que no exista otra alternativa (la oposición, ya se sabe, está “moralmente derrotada”) y en la que se les deje hacer y deshacer sin llamarlos a cuentas, conforme a su reverendo antojo (“me canso ganso”), arbitraria e impunemente.