La esposa del hijo mayor del presidente trabaja como cabildera de la industria petrolera; entre 2019 y 2020 vivió con él en una lujosa mansión, ubicada a las afueras de Houston, propiedad de un alto ejecutivo de una empresa que tenía (y tiene todavía) contratos vigentes con el gobierno mexicano. Ese es el hallazgo de la investigación periodística de MCCI y Latinus publicada el jueves pasado. La conversación pública lo ha interpretado en dos claves, no necesariamente excluyentes pero sí distintas: una de carácter moral, que se refiere a la contradicción entre la austeridad que predica el presidente y la opulencia en la que vive su hijo; y otra, de carácter legal, relativa a la posibilidad de que se haya cometido algún acto de corrupción (conflicto de interés, tráfico de influencias o acceso a información privilegiada, por ejemplo).
AMLO y las moras de la impunidad
Sobre la primera clave hay una tremenda ironía. El presidente y muchos de sus partidarios han estigmatizado la riqueza, han condenado los intereses “materialistas” y el “aspiracionismo” para atacar a sus opositores, para descalificar a sectores sociales que les son adversos, incluso para forzar renuncias o remover a funcionarios incómodos. En su discurso, la ambición económica es perversa, el lujo y la ostentación constituyen vicios morales inexcusables. Sin embargo, ahora que la información sobre el estilo de vida del hijo del presidente es susceptible de voltear esa condena moral en su contra, los lopezobradoristas buscan desesperadamente alguna forma de excusarse de las consecuencias de su propio discurso.
Críticos y adversarios disputan, mientras tanto, qué sentido darle a la noticia. Unos tratan de aprovechar la oportunidad para refutar de una vez por todas ese discurso y defender que mientras sea dinero bien habido no hay inmoralidad que reprochar. Y otros fustigan al lopezobradorismo por incurrir en la hipocresía de querer disculpar entre lo suyos lo que siempre reprueban en otros.
Respecto a la segunda clave, cualquier gobierno que se tomara en serio el combate a la corrupción, y que quisiera ser de veras ejemplar al respecto, evitaría pronunciarse y turnaría de inmediato el asunto a las autoridades competentes, ofreciendo garantías para una investigación exhaustiva e imparcial que esclarezca los hechos y, en su caso, deslinde responsabilidades. Pero bueno, sabemos de sobra que el actual no es ese tipo de gobierno. De hecho, el presidente se ha encargado de hacer exactamente lo contrario y, en ese sentido, ha incurrido en un conflicto de interés, pues estando su familia involucrada en los señalamientos ha empleado el poder de su plataforma para desestimar la información y, como en tantos otros casos, atacar a los medios que la difundieron.
Al margen de cuál termine siendo el desenlace de esta historia, por lo pronto ya hay una amarga aunque muy útil lección que aprender de ella. Gonzalo N. Santos decía en sus memorias que en política “la moral es un árbol que da moras y sirve para una chingada”. López Obrador conoce esa frase, la cita para repudiarla en al menos un par de sus libros. Pero en su desempeño como gobernante ha demostrado, además, que el viejo cacique posrevolucionario se equivocó. No porque haya encabezado una administración moralmente admirable sino, más bien, porque ha sabido usar la moral como un poderoso recurso retórico para desacreditar a sus contrincantes y desechar de antemano cualquier acusación contra su familia o sus colaboradores. En suma, López Obrador nos ha enseñado que en política la moral es un árbol cuyas moras pueden servir para procurar la impunidad.
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