López Obrador supo capitalizar muy bien esos excesos para su beneficio electoral, y ya en el gobierno los ha usado sistemáticamente como justificación de las incapacidades que han demostrado él y su gabinete para gobernar bien.
Pero además de justificación, ha recurrido a este discurso como un distractor de sus graves errores, y por supuesto como clave de su agenda electorera para mantener viva a su base social de voto.
Durante los dos primeros años de su gobierno, pareció funcionarle a la perfección. Y parecía completamente inmune a los claros actos de corrupción, conflictos de interés y abusos en su propia administración, y en los diferentes niveles de gobierno emanados de la 4T.
Cada que salía algún escándalo relacionado con su administración o su movimiento, con su gran manejo comunicacional le daba la vuelta, justificándose en que antes robaron más. Logró ser inmune incluso a actos de su propio entorno cercano, hermanos, amigos y colaboradores.
Sin embargo, durante las últimas semanas el presidente se ha notado visiblemente desencajado ante el caso más cercano de posible corrupción y conflicto de interés que ha tenido: el de su propio hijo.
Por un lado, está molesto por la investigación que sacó a la luz el caso; y por el otro, desesperado por no poder controlar lo que más ha controlado estos tres años: la comunicación.
Y su molestia no parece ser porque exista alguna difamación o acusación injustificada. Su ira parece más por no controlar algo que al parecer tiene más fondo de lo que pareciera. Y que además llegó en medio de una crisis importante con Estados Unidos por su intento de contrarreforma eléctrica.