En general, la crítica al llanto de López Obrador me ha parecido simplista y desafortunada. Nada hay de malo en que un presidente demuestre que puede ser empático. Los momentos más poderosos de la presidencia de Barack Obama, por ejemplo, lo vieron derramar lágrimas. Así pasó después de la tragedia de Sandy Hook y la muerte atroz de decenas de niños.
Ahí está, quizá, el matiz indispensable. Mientras Obama lloraba por el dolor ajeno, López Obrador llora por el dolor propio.
El contraste con el dolor objetivo y terrible que ha sufrido México durante su gobierno lo deja, también, mal parado. Al presidente no se le ha visto conmoverse con esta intensidad en ningún momento en los que ha tenido que comentar la muerte de cientos de miles de mexicanos por la pandemia o decenas de miles por la violencia. Enfrentado con las víctimas, ha sido rígido, incluso implacable.