El presidente no es sólo un ciudadano. Su investidura como jefe del Poder Ejecutivo implica una condición diferente dentro del orden jurídico de la que tienen quienes no ocupan un cargo público. Esa distinción se basa en el llamado “principio de legalidad”: mientras que los ciudadanos pueden hacer todo aquello que no tengan prohibido por la ley, los funcionarios sólo pueden hacer aquello que tienen permitido en la ley. Ni unas ni otros están por encima de ella, pero la forma en que se relacionan con la ley es claramente distinta. La ciudadanía tiene derechos y ejerce libertades; la autoridad, en cambio, sólo tiene atribuciones y ejerce facultades.
El presidente y el periodista
Los ciudadanos somos libres de escoger dónde y cómo informarnos, las autoridades están obligadas a garantizar la libertad de prensa. Las personas tenemos derecho a estar en desacuerdo con la línea editorial de cualquier medio de comunicación; los funcionarios no tienen facultades para tomar represalias contra ningún periodista por lo que publica.
Cuando López Obrador habla en sus conferencias matutinas desde Palacio Nacional no lo hace como ciudadano sino como presidente. Y al dar a conocer información sobre los presuntos ingresos de Carlos Loret comete una ilegalidad porque carece de facultades para hacerlo. Además, si las cifras que dio son ciertas, eso significa que violó el derecho a la protección de datos personales; si son falsas, que incurrió en difamación.
López Obrador alega que solo está ejerciendo su libertad como persona, pero al hacerlo desde la plataforma de su investidura como funcionario está cometiendo un doble abuso. Por un lado, usa el pretexto de un derecho ciudadano (el derecho de réplica) para transgredir las restricciones que le impone su condición de autoridad. Por el otro lado, abusa del poder de la presidencia para asediar a una persona (Carlos Loret) que ejerció legítimamente su derecho a la libertad de expresión.
Quizá al presidente no le importa o lo ignora, pero hay una ley reglamentaria del artículo sexto constitucional que regula el derecho de réplica y a la que él, su hijo, su nuera, Baker Hughes o Pemex podrían acogerse en este caso. Eso requeriría, sin embargo, que aportaran elementos de prueba, y no solo juicios de valor, para refutar las revelaciones que dio a conocer Loret.
¿Acaso no pueden hacerlo y, en su defecto, el presidente está optando por tratar de litigar en el tribunal de la opinión pública lo que sabe que no puede ganar en los tribunales de la ley? Algunos obradoristas han sostenido que este es un asunto que hay que discutir políticamente, haciendo a un lado la dimensión legal. Sucede, sin embargo, que ese argumento parece tratar de normalizar una circunstancia que sigue siendo no solo anormal sino alarmante: la de separar la discusión sobre el poder de la discusión sobre la norma.
Por lo pronto, descalificar al periodista o intentar amedrentarlo no es desmentir el reportaje. Al responder con tanta virulencia, de hecho, el presidente transmite mucho enojo e impotencia, reacciona no como quien sabe que la información es falsa y tiene con qué acreditarlo, sino como alguien que se sabe exhibido y acorralado. Para ser un supuesto “genio de la comunicación”, como diversas voces lo han calificado, la verdad es que se ha mostrado lento, torpe y, sobre todo, muy desubicado. El López Obrador de los últimos días luce, sin lugar a duda, más cansado que bajo control, más impulsivo que estratégico, más herido que inteligente. No manda un mensaje de fortaleza sino de desesperación.
Varios análisis han señalado ya el autoritarismo y la irracionalidad que se han apoderado de los otrora afiladísimos reflejos del presidente. Concluyo subrayando un tercer factor: la sensación de agotamiento, de deterioro, de decrepitud que acusa su manera de hacer política. Estamos ante un presidente con impulsos déspotas y demenciales sí, pero también sintomáticos de una profunda debilidad, de una fehaciente incapacidad para autocontrolarse y sobreponerse.
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