Se habla mucho de la importancia de promover la cultura del debate, de la urgente necesidad de debatir tal o cual tema, pero la verdad es que por lo general debatimos poco. Porque para sostener un debate hacen falta no tanto ganas de tener la razón como inteligencia para escuchar las razones del otro. Por ende, debatir es lo opuesto a caricaturizar hasta el absurdo la posición con la que estamos en desacuerdo, es contender honestamente con la mejor versión posible del argumento contrario. Debatir no se trata de que un punto de vista se imponga sobre los demás, de “cerrarle la boca” al de enfrente o de “ganar” una discusión, se trata de cotejar razonamientos en disputa, de aclarar cuáles son las premisas e implicaciones de una discrepancia, de ayudar a entender mejor lo que se esté discutiendo.
El propósito de un debate no es, no puede ser, resolver una diferencia de opiniones y llegar a una sola conclusión. Eso casi nunca ocurre. No solo porque las personas difícilmente cambiamos de opinión sino porque, incluso cuando lo hacemos, es un proceso que toma tiempo, tiene sus costos y rara vez ocurre de manera lineal ni inmediata. Nuestras diferencias existen por un montón de causas y es ingenuo creer que se pueden o deben “resolver” debatiendo –como si la pluralidad fuera un problema y no, como supo advertirlo Hannah Arendt, parte de la propia condición que nos constituye como seres humanos–. La pluralidad (de visiones, de vínculos, de valores) es un hecho social con el que toda acción política tiene que habérselas. En cierto sentido, ahí reside la distinción entre formas de organización democráticas o autoritarias: las primeras reconocen y gestionan la pluralidad; las segundas, la estigmatizan y tratan de suprimirla.
Decir que la UNAM se volvió “conservadora”, “neoliberal” o de “derecha” y que, por tanto, necesita una “sacudida”, no es convocar a ningún debate. Es hacer una generalización tramposa que, además, parte de un supuesto aberrante: que una universidad debe decantarse ideológicamente, como si fuera una escuela de adoctrinamiento de cuadros y no un espacio educativo para fomentar el pensamiento crítico. La UNAM es muy grande, diversa y compleja como para admitir una definición tan simplista y ramplona. No es el nido de comunistas trasnochados que asumen algunas derechas, ni tampoco ese nuevo cuartel neoliberal que señala el lopezobradorismo. Pero el asunto, a sabiendas de lo que significan para el presidente esos epítetos, no es un descuido, un error o una muestra de ignorancia. Es una provocación.