El retiro y reubicación de la estatua de Colón ha causado polémica, no sólo nacional, sino también internacionalmente. Para muchos, es un despropósito, un desatino quitar la estatua de ese ilustre varón. Para esos sectores, el retiro de Colón es un golpe certero a la narrativa del origen y a la memoria de la mexicanidad. Pero, para muchos otros, la remoción de Colón es un acto más que correcto, una decisión inteligente, un acto de justicia al mundo indígena. Muchos más, sólo se han remitido a aplaudir la colocación en Paseo de la Reforma de otra estatua, y si es el rostro o la estatua de una mujer indígena, mucho mejor.
Sin duda alguna asistimos a una disputa, a un campo de conflicto que suele emerger en un país que atraviesa por una transición o alternancia política. En esa disputa y conflicto están las visiones de la historia y las memorias erigidas, así como los museos, memoriales y estatuas. Todo lo que edifique y simbolice el pasado entra en conflicto y tensión con el presente. No está de más decir que las memorias, los memoriales y los museos, así como las estatuas han sido construidos desde el núcleo del poder y, quién detenta el poder sobre el pasado y el presente consolida una narrativa que, sin duda, será victoriosa para el futuro.
Justamente aquí se encuentra la disputa del nuevo régimen, en reubicar la importancia y la narrativa histórica del pasado, esa que permanecía intacta y sin ser cuestionada tampoco como ejercicio memorístico. Para el actual gobierno, es prioritario reubicar la estatua de Cristóbal Colón, eso es interesante, porque realmente no se omite a Colón del relato nacional, sólo se reduce su relevancia, se le quita del centro monumental que ocupó. No se le niega la voz a la estatua de Colón, no se le suprime su comunicación, sólo se le reubica, es más, ni siquiera se le borra su lenguaje, sigue siendo un diálogo público, pero, eso sí, emitido desde un parque de una colonia cualquiera.
Por otra parte, el pretender erigir un monumento del orbe indígena en Paseo de la Reforma es colocar –según los detentadores del poder– la identidad del llamado México profundo en el centro de la monumentalidad del país, consolidar esa narrativa identitaria y resignificar las múltiples culturas indígenas. Pero es importante preguntarnos no sólo cuál es el sentido histórico, memorístico, de colocar el orbe indígena o una mujer indígena ahí, sino también preguntarnos por el objetivo político. En ese tenor, es importante también señalar, que la estatua que se erija en Reforma, por muy loable que esto sea, proyecta ya una narrativa histórica y memorística que en principio no es para nada nueva, novedosa. Esa disputa tiene una data histórica: comenzó durante el siglo XIX, sobrevivió al siglo XX y, hoy, a dos décadas del siglo XXI sigue, penosamente, vigente. Se trata de la disputa de dos proyectos de poder político, sentido histórico y establecimiento de una práctica memorística sostenido entre liberales y conservadores.