Ciertamente, las elecciones del 2018 tuvieron ese aire festivo y a la vez dramático que caracterizan a los cambios de época.
No estábamos frente a una transición normal de gobierno, ni siquiera frente a una alternancia más. Asistíamos, según lo que se respiraba en el ambiente, al inicio de una transformación histórica.
El cambio de régimen implicaba el ascenso meteórico de un partido político emergente –apenas fundado en 2014– y el derrumbe de las fuerzas del tripartidismo dominante desde 1989.
A diferencia de las anteriores alternancias, esta vez el triunfo del presidente había precipitado, también, el triunfo de su partido (Morena) en el Senado, la Cámara de Diputados, la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, cuatro gubernaturas, una veintena de Congresos locales y cientos de ayuntamientos (incluida una docena de capitales estatales).
Fue, sin duda, un hecho histórico, en una región latinoamericana en la que la izquierda ha tenido que transitar por la guerrilla y la revolución para acceder al poder.
Aquí no: la izquierda llegaba por la vía democrática del voto libre.
Pero aquella noche no nació la democracia en México. Todo lo contrario: como había democracia, fue posible aquella irrupción y ese cambio de roles entre gobernantes y opositores.