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#ColumnaInvitada | Aquella noche no nació la democracia

La jornada electoral del 1 de julio fue posible por la decisión de millones de ciudadanos que ese día le dijeron no al PRI, PAN y PRD, pero también por un sistema electoral desarrollado y afinado.
jue 01 julio 2021 08:59 AM
AMLO-Festejo
Celebración en el Zócalo capitalino tras los comicios del 1 de junio de 2018.

Todo era euforia: el Zócalo extrañamente “tomado” por una turba en la medianoche de un domingo; hombres y mujeres de más de 50, 60 y hasta 70 años tomados de la mano, abrazados, sonrientes, sudorosos, esperanzados…

Los más jóvenes cargaban a sus novias en hombros para tener una mejor visión del escenario, en el que un hombre de 64 años movía todos esos corazones y todas esas almas con un improvisado discurso.

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“Amor con amor se paga, quiero pasar a la historia como un buen presidente”, decía Andrés Manuel López Obrador apenas una hora después de que las autoridades electorales confirmaran lo que todo México sabía desde horas –sino es que desde días o incluso semanas– antes: que la izquierda llegaría a la Presidencia de la República.

Aquel festejo, en un Zócalo que había servido de escenario de protesta del lopezobradorismo a lo largo de dos décadas, marcaba el inicio de lo que muy pronto fue bautizado oficialmente como la “cuarta transformación”.

Y, aunque el cambio formal de poderes ocurrió cinco meses después, en los hechos López Obrador comenzó a gobernar al día siguiente de las elecciones, cuando desde su casa comenzó a mover su juego.

El 2 de julio nombró canciller a Marcelo Ebrard y habló con Donald Trump, mientras recibía cientos de felicitaciones desde todos los rincones del país y del planeta.

En los días siguientes, visitó Palacio Nacional y tomó las primeras decisiones para el acondicionamiento de sus oficinas y su apartamento; semanas después, confirmó a los demás integrantes de su gabinete, elaboró planes, instruyó a sus grupos parlamentarios para aprobar las primeras reformas de la 4T y canceló la construcción del aeropuerto de Texcoco.

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Ciertamente, las elecciones del 2018 tuvieron ese aire festivo y a la vez dramático que caracterizan a los cambios de época.

No estábamos frente a una transición normal de gobierno, ni siquiera frente a una alternancia más. Asistíamos, según lo que se respiraba en el ambiente, al inicio de una transformación histórica.

El cambio de régimen implicaba el ascenso meteórico de un partido político emergente –apenas fundado en 2014– y el derrumbe de las fuerzas del tripartidismo dominante desde 1989.

A diferencia de las anteriores alternancias, esta vez el triunfo del presidente había precipitado, también, el triunfo de su partido (Morena) en el Senado, la Cámara de Diputados, la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, cuatro gubernaturas, una veintena de Congresos locales y cientos de ayuntamientos (incluida una docena de capitales estatales).

Fue, sin duda, un hecho histórico, en una región latinoamericana en la que la izquierda ha tenido que transitar por la guerrilla y la revolución para acceder al poder.

Aquí no: la izquierda llegaba por la vía democrática del voto libre.

Pero aquella noche no nació la democracia en México. Todo lo contrario: como había democracia, fue posible aquella irrupción y ese cambio de roles entre gobernantes y opositores.

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Las elecciones de 2018 no pueden entenderse sin las luchas democráticas de muchas generaciones de mexicanas y mexicanos: habían pasado 60 años desde la histórica campaña presidencial del panista Luis H. Álvarez frente al candidato oficial Adolfo López Mateos; 50 años desde el movimiento estudiantil que culminó tristemente con la masacre de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; 40 años desde las reformas promovidas por Jesús Reyes Heroles para incluir a la izquierda en el sistema político y dar paso a la pluralidad; 30 desde el fraude de 1988 que llevó a Carlos Salinas a Los Pinos... y 28 años desde la creación del Instituto Federal Electoral.

La jornada electoral del 1 de julio fue posible, sí, por la decisión de millones de ciudadanos que ese día le dijeron no al PRI, al PAN y al PRD. Pero también por la existencia de un sistema electoral que, para entonces, se había desarrollado y afinado.

Una compleja maquinaria que había ido incorporando, reforma tras reforma, mecanismos para inyectarle credibilidad a los comicios y ahuyentar el fantasma del fraude electoral.

Por eso no se entiende que hoy, tres años después, el sistema electoral esté en la mira de quienes subieron –y en buena medida construyeron– los peldaños de la escalera electoral por la que han subido y bajado presidentes, gobernadores y un sinfín de legisladores en el siglo XXI mexicano.

No es congruente que López Obrador celebre los tres años del inicio de la 4T fustigando el sistema electoral que le permitió coronar su vida política con una gesta histórica como la del 1 de julio.

No hay argumento alguno, ni austeridad posible, que valga la destrucción de un sistema que, como nuestra democracia, no se construyó en un solo día, ni es obra de un solo personaje o una sola fuerza política.

El 1 de julio es la fecha simbólica de la 4T, pero no sólo es patrimonio del lopezobradorismo. Fue un momento estelar en una historia electoral y política que, de ninguna manera, puede o debe considerarse concluida.

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Nota del editor: El autor es periodista, asesor en el INE y coautor con Lorenzo Córdova del libro La democracia no se construyó en un día (Grijalbo, 2021).

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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