A finales de mayo del año pasado, un grupo de policías en Minneapolis detuvo violentamente a un hombre afroamericano llamado George Floyd. Uno de los oficiales, llamado Derek Chauvin, se arrodilló sobre la nuca de Floyd, que de inmediato comenzó a suplicar un alto a la tortura. “No puedo respirar”, suplicaba. A Chauvin le importó poco. Durante casi diez minutos, no se movió ni un centímetro, hasta que mató al hombre injustamente sometido.
El video de la muerte de Floyd dio pie a una ola de indignación como Estados Unidos no había visto en más de medio siglo. El rostro de Floyd comenzó a aparecer en miles de murales improvisados en todo el país. A los pocos días, cientos de miles de personas protestaban en la calle en lo que se convertiría en el mayor movimiento social en la historia moderna estadounidense. En muchos sentidos, la horrible muerte de Floyd puso al descubierto heridas profundas en Estados Unidos y generó un debate urgente sobre las deudas históricas del país.