Temen la denuncia falsa, pero temen sobre todo la denuncia que resulte verdadera. Un momento en el pasado, del que quizá ya no se acuerden. Un lance sexual reprobable que cometieron hace cinco o diez años pero que hoy, a la luz de un feminismo más vocal y organizado, ya no sea visto como una provocación sexual de mal gusto, sino como un crimen imperdonable.
La gran mayoría de los hombres que hoy se encuentran en posiciones de poder crecieron y vivieron por décadas rodeados de valores distintos, de un mundo donde la micro-violencia, la agresión, el poder eran formas comunes de acercarse a una mujer, cortejarla y halagarla.
En ese mundo, las mujeres éramos las víctimas. Nuestro silencio se apilaba en capas de asco, enojo y repugnancia. A veces no denunciábamos porque sabíamos que habíamos sido víctimas, pero no había instancias a dónde recurrir. Otras no lo hacíamos porque ni siquiera sabíamos si habíamos sido víctimas. Las víctimas crecimos en un mundo de violencia invisibilizada, culpas y confusión.
En ese mismo mundo, el mundo de hace unos años, los hombres eran victimarios y en ocasiones tampoco entendían que lo estaban siendo. El hombre estaba ciego. El poder lo había cegado porque nunca había vivido en un mundo sin él. Incapacitados de entender, impedidos de empatía. No veían el dolor que creaban.