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Cuando el gobierno sigue siendo oposición

Acceder al poder no es solo cambiar de lugar, es cambiar de papel. Ignorarlo es no asumir la responsabilidad que implica ser gobierno.
mar 24 noviembre 2020 11:59 PM
ABA AMLO Estado de derecho
El discurso el presidente hacia la oposición no reconoce la importancia misma de la oposición.

Sigue siendo un exceso denominar “cambio de régimen” a lo que ocurrió en 2018. Por un lado, hay demasiadas incertidumbres y continuidades, por el otro, hay muy poco tiempo y distancia como para echar mano de una expresión tan contundente. Sin embargo, también es cierto que “cambio de gobierno” es una noción que se queda corta, que suena cada vez más insuficiente para dar cuenta de las disrupciones y novedades que han caracterizado a la presidencia lopezobradorista.

Así, justo en ese proverbial claroscuro gramsciano en el que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer, se acumulan perplejidades en las que tal vez valga la pena ahondar para tratar de entender, más allá de la disputa por el nombre de la cosa, en qué consiste la cosa cuyo nombre no alcanzamos todavía a formular con precisión.

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Una de dichas perplejidades tiene que ver con la pérdida de la capacidad de escrutinio y exigencia con la que, hace apenas unos años, ciudadanos y organizaciones sociales interpelaban al Poder Ejecutivo. ¿Qué fue de aquel incansable ánimo contestatario? ¿A dónde se fue aquella masa crítica que con tanta vehemencia reclamaba a las autoridades por sus excesos y omisiones? ¿Cuándo se apagó? ¿Cómo se diluyó? ¿O en qué se transformó esa energía cívica?

La respuesta, de botepronto, es obvia: pasó de la oposición al gobierno. En lugar de verla en las calles protestando, en foros señalando las fallas de tal o cual política pública, o en espacios de diálogo con los funcionarios responsables, hoy la vemos sentada del otro lado de la mesa. Con el mismo ánimo y la misma vehemencia, pero defendiendo las decisiones del presidente, increpando a quienes señalan sus faltas, cuestionando la legitimidad de las críticas que se formulan en su contra.

Con todo, sucede que esa capacidad o esa energía, al cambiar de lugar, cambia de significado. Ya no se le puede llamar “cívica” porque ya no proviene de la sociedad civil sino de la clase gobernante. Ya no sirve a las causas de la ciudadanía, sirve al poder en turno. Su labor ya no es precisamente disidente ni contestataria sino, más bien, burocrática o propagandística. El problema no estriba en que respondan a los señalamientos o defiendan las decisiones oficiales, sino en la manera que lo hacen; es decir, como si siguieran increpando al gobierno cuando ahora son ellos quienes lo ocupan.

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El resultado representa un costo, un creciente déficit de civilidad, un ambiente cada vez más inhóspito para ejercer la crítica o practicar la disidencia tal y como la ejercieron los simpatizantes del lopezobradorismo cuando no estaban en el poder. No es, insisto, solo una cuestión de formas sino sobre todo de fondo: quienes ejercen cargos públicos o simpatizan con el presidente no pueden batallar políticamente contra quienes están en desacuerdo con su gestión, con quienes lo interpelan o le reclaman, tal y como ellos lo hacían contra el gobierno cuando estaban en la oposición. Porque acceder al poder no es solo cambiar de lugar, es cambiar de papel.

Tengo para mí que la hostilidad del presidente o de sus simpatizantes contra la crítica, que la falta de civilidad que demuestran contra cualquier persona o grupo que manifieste desacuerdo, proviene de esa incapacidad, dificultad o indisposición para asumir a plenitud la responsabilidad que implica ser gobierno. Es una forma, perversa pero eficaz, de mantener la lógica de la confrontación electoral, de que la intensidad de los antagonismos reemplace la necesidad de dar resultados, incluso años después de haber ganado.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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