Una de dichas perplejidades tiene que ver con la pérdida de la capacidad de escrutinio y exigencia con la que, hace apenas unos años, ciudadanos y organizaciones sociales interpelaban al Poder Ejecutivo. ¿Qué fue de aquel incansable ánimo contestatario? ¿A dónde se fue aquella masa crítica que con tanta vehemencia reclamaba a las autoridades por sus excesos y omisiones? ¿Cuándo se apagó? ¿Cómo se diluyó? ¿O en qué se transformó esa energía cívica?
La respuesta, de botepronto, es obvia: pasó de la oposición al gobierno. En lugar de verla en las calles protestando, en foros señalando las fallas de tal o cual política pública, o en espacios de diálogo con los funcionarios responsables, hoy la vemos sentada del otro lado de la mesa. Con el mismo ánimo y la misma vehemencia, pero defendiendo las decisiones del presidente, increpando a quienes señalan sus faltas, cuestionando la legitimidad de las críticas que se formulan en su contra.
Con todo, sucede que esa capacidad o esa energía, al cambiar de lugar, cambia de significado. Ya no se le puede llamar “cívica” porque ya no proviene de la sociedad civil sino de la clase gobernante. Ya no sirve a las causas de la ciudadanía, sirve al poder en turno. Su labor ya no es precisamente disidente ni contestataria sino, más bien, burocrática o propagandística. El problema no estriba en que respondan a los señalamientos o defiendan las decisiones oficiales, sino en la manera que lo hacen; es decir, como si siguieran increpando al gobierno cuando ahora son ellos quienes lo ocupan.