No creo que la cuestión sea solo que el presidente tiene la piel delgada; creo, más allá de que acuse o no ese rasgo de personalidad, que hacerse la víctima para luego asumir el papel de inquisidor es un recurso que le sale muy bien y le ha funcionado estupendamente. ¿Por qué?
Por un lado, porque es una manera de apelar a arraigados sentimientos sociales muy ávidos de encontrar cierto tipo de validación política, aunque a su vez muy susceptibles de ser instrumentalizados para propósitos que nada tienen que ver con sus causas. Y, por el otro lado, porque es una forma de evitarse el doble fastidio de admitir hechos que no corresponden con su relato y de aceptar lo que pueda haber de válido en las opiniones que le son desfavorables.
Es un recurso, en suma, que le permite a López Obrador representar agravios e ignorar inconvenientes. Y a través del cual termina ahorrándose el esfuerzo de cultivar la civilidad, esa virtud que hace posible la vida en común a pesar de nuestras diferencias. Porque pretenderse moralmente superior, en ese sentido, no es otra cosa que ubicarse por encima de quienes piensan distinto y, al hacerlo, exentarse de la obligación de tolerarlos, de incluirlos, de escucharlos, en fin, de reconocerlos como sujetos con dignidad y tratarlos como los ciudadanos, es decir como los iguales, que son.