El repertorio de farsas y fiascos crece cada día. De la consulta para llevar a los expresidentes ante la justicia al proceso contra Emilio Lozoya. De la “venta” de “cachitos” para la “rifa” del “avión”, pasando por los números de la pandemia, hasta las cuentas alegres del presupuesto para el próximo año. De los embates presidenciales contra Reforma a las declaraciones de Paco Ignacio Taibo II contra Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze.
La trama de semejante espectáculo no es ninguna transformación; es, más bien, la incompetencia, la simulación y el autoritarismo que se han convertido en el sello distintivo de este gobierno. Pero es también, y esto es lo que me importa destacar, una consecuencia del tipo de vínculo que López Obrador forjó con una incontrovertible mayoría de la sociedad mexicana.
Un vínculo basado, más que en rendirles cuentas y producir resultados, en ofrecer buenas intenciones y saber representar sus agravios. En demostrar una potente vocación para denunciar las injusticias, aunque una muy magra capacidad para acabar con ellas. En darles no un proyecto sino una creencia.
Me explico. Ser ciudadano supone ejercer autonomía y escrutinio, participación y exigencia. Supone que uno conserva la posibilidad de tener un criterio individual, de mirar con sus propios ojos, sacar sus conclusiones y actuar en consecuencia. Pero lo que propuso López Obrador no fue respetar ni fortalecer esas facultades críticas de la ciudadanía, fue instrumentalizarlas como un ariete contra opositores, adversarios y disidentes de su causa. Y, al hacerlo, convertirlas no solo en una forma de lealtad hacia él, sino en una fórmula para crear cierta inmunidad en torno suyo, a su movimiento y su gestión, respecto al ejercicio de esas mismas facultades críticas.