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Escándalos de corrupción en tiempos de polarización

Atizado por la polarización pero desprovisto de justicia, el escándalo contribuye a que la gente se entere de la corrupción, pero no a que se deslinden responsabilidades ni se evite su repetición.
mar 25 agosto 2020 11:59 PM
Hermano amlo
Para el presidente, los recursos que recibió su hermano sí están justificados porque fueron para un movimiento político.

Tiene su interés que la corrupción, tan arraigada, siga produciendo escándalo, que un fenómeno habitual y bien conocido todavía sea capaz de provocar sorpresa. Porque si comprendemos el escándalo –digamos, sociológicamente– como una forma de sanción moral, como un mecanismo a través del cual una sociedad escenifica su indignación contra comportamientos que transgreden valores y, al hacerlo, trata de defenderlos o restaurarlos, ¿cómo entender que esa misma sociedad tenga tan normalizados los propios comportamientos corruptos que la escandalizan?

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Uno de los hallazgos con más evidencia en los estudios sobre el tema es que las personas que los cometen no suelen pensarse como corruptas. Casi siempre alegan algún motivo, excusa o excepción (los especialistas les llaman “racionalizaciones”) para deshacerse de las implicaciones morales de su conducta y tratar incluso de redimirla apelando a otros valores que puedan justificarla.

La pregunta, entonces, es si existe un entorno social más o menos propicio para validar esas racionalizaciones y, por ende, normalizar estos actos, o si hay un consenso anticorrupción suficientemente amplio y fuerte como para impedir el éxito de las racionalizaciones.

Representar el sentimiento de agravio ante la corrupción, tras un sexenio pródigo en escándalos, fue uno de los combustibles más potentes del ascenso al poder del lopezobradorismo. No hubo ni hay nada más relevante en su discurso, en su diagnóstico ni en sus promesas de cambio que la denuncia de la corrupción como fuente primordial de los males que aquejan a la república.

Ocurre, sin embargo, que hacer política con un agravio no es lo mismo que tener una política para combatir sus causas. Y menos en un contexto de polarización deliberada como método de gobierno, donde en vez de procurar condiciones para formar consensos, todo tiende a usarse como arma para agitar la disputa y mantener la movilización permanente de los antagonismos.

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La polarización puede crear un escenario muy favorable para racionalizar comportamientos corruptos. Primero, porque cualquier denuncia es fácilmente desdeñable como una maniobra del bando opuesto motivada por un afán espurio de golpeteo o revancha: “están enojados”, “nos quieren dañar porque ya perdieron sus privilegios”, “así reaccionan tras ver afectados sus intereses”.

Segundo, porque la importancia que adquieren la militancia y la lealtad genera incentivos para relativizar y hasta negar, sean cuales sean las pruebas, la corrupción en la que incurren los simpatizantes del mismo bando: “no hay que hacerles el caldo gordo a los contrarios”, “se ensució para promover el cambio”, “no es corrupción, es cooperación”.

Y tercero, porque la polarización promueve el uso mediático de las acusaciones de corrupción antes que su solución jurídica. Se trata menos de procesarlas por la vía legal y más de utilizarlas para atacar públicamente a los adversarios. Los procedimientos, reglas y derechos se vuelven secundarios frente a la búsqueda del golpe de efecto, el estigma y el desprestigio.

Atizado por la polarización pero desprovisto de justicia, el escándalo contribuye a que la ciudadanía se entere de que hubo actos de corrupción, pero no necesariamente a que se aclare cómo ocurrieron, se deslinden responsabilidades o se evite su repetición.

De modo que, lejos de cumplir su función ritual de restaurar valores transgredidos, lo único que logra es reafirmar la sensación de que el fenómeno es invencible. Escándalos van y vienen, pero la corrupción permanece.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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