En un artículo publicado hace poco en The Atlantic ( https://bit.ly/3af8Q6L ), Tess Wilkinson-Ryan, especialista en psicología de las decisiones, lo sintetizó del siguiente modo: “conforme aumenta el desaliento, se vuelve cada vez más difícil resistir la tentación de condenar a las personas que no cumplen con las medidas de distanciamiento social. Esa condena, con todo, debería enfocarse en los gobiernos y las instituciones, no en las propias personas. Se les pide que decidan por sí mismas qué tanto arriesgarse; sin embargo, un siglo de investigaciones sobre los procesos de cognición humana muestra que las personas no saben evaluar bien el riesgo en situaciones complejas. Durante el brote de una enfermedad, lineamientos vagos y normas de comportamiento ambiguas desembocarán en razonamientos completamente defectuosos. Si un establecimiento al que sería una estupidez acudir está abierto, he ahí una falla de liderazgo”.
No es que los individuos estén exentos de cualquier responsabilidad, es que una calamidad sanitaria no puede resolverse apelando solo a la responsabilidad de los individuos. Y menos en un país con las múltiples y profundas desigualdades que hay en México.
Las personas no pueden hacerse cargo solas de un problema social tan vasto, tan grave y complejo como una epidemia. Así sea de coronavirus, de diabetes, de tabaquismo o de obesidad, en el fondo el argumento político es el mismo: el gobierno está obligado a asumir un papel decididamente activista, a comunicar y coordinar con eficacia, a intervenir con todos sus recursos y poderes para proteger la salud pública.
¿Para qué sirve, en su defecto, un gobierno que no hace todo lo que podría hacer, que no es coherente en lo que le pide al “pueblo” y que no contribuye a crear las condiciones para que esa “pueblo” haga lo que le está pidiendo?