El lopezobradorismo en el poder ha promovido una regresión de la que se habla poco, pero que resulta de la mayor trascendencia: la relativa a la forma en que se concibe, se discute y se combate, desde el propio gobierno federal, el llamado “fenómeno de la corrupción”. Primero, porque ha decidido plantearlo más como una cuestión moral antes que como un problema de normas, instituciones o capacidades de investigación. Segundo, porque ha favorecido una perspectiva centrada en la (des)honestidad de los individuos en lugar de enfocarse en los entramados, los mecanismos y las oportunidades de la corrupción, así como de su dimensión sistémica. Y tercero, porque por momentos parece apostar más por la condena social o incluso por la impunidad del “mejor mirar hacia adelante”, que por la prevención, la rendición de cuentas o la sanción propiamente dicha.
Corrupción: la trampa narrativa
No menosprecio la importancia de “moralizar”, como le gusta decir a López Obrador, una vida pública que en los últimos años había alcanzado niveles insólitos de abuso, de rapacidad y cinismo. Pero soy renuente, en todo caso, a la hipótesis de que si el presidente es honesto su ejemplo se propagará como chispa en campo seco –los neoliberales de antes, por cierto, tenían una teoría análoga, que pecaba de la misma falacia lógica, llamada trickle down economics–. Tengo, pues, mis fundadas dudas de que ese afán moralizador baste para hacer una diferencia significativa y duradera en materia de transparencia y anticorrupción.
Remito a dos datos recientes para documentar mi pesimismo. El primero es el que ha investigado Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad , a propósito de las adjudicaciones directas (una forma de asignar gasto público harto propicia para la opacidad y la corrupción): durante la última década, los años en los que ha sido más alto ese porcentaje son 2010 con 86.7% (Felipe Calderón), 2019 con 78.5% (López Obrador), 2017 con 77.8% (Peña Nieto) y lo que va de 2020 con 77.2% (otra vez con López Obrador). El segundo, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental del INEGI , que registra una caída en la percepción sobre la frecuencia de la corrupción, pero un crecimiento en su tasa de prevalencia y un aumento de su costo en cuanto a pagos, trámites o solicitudes de servicios. El discurso cambia y la percepción repunta, pero las malas prácticas siguen y la experiencia empeora.
Estamos, pues, ante una trampa narrativa: el relato lopezobradorista sobre la corrupción parece haber impactado en la impresión subjetiva del fenómeno, pero no en su reducción en términos efectivos. Dicha trampa puede llegar incluso a agravar las dificultades que implica combatir el fenómeno en la medida que contribuya a disimularlo, es decir, a divorciar su percepción de su prevalencia. Además, con la pandemia subirán la demanda de servicios públicos, las compras de emergencia y las adjudicaciones directas, la entrega de recursos, la conflictividad social, la atención a poblaciones vulnerables, etcétera. Por ende, se multiplicarán las interacciones entre la población y los funcionarios gubernamentales de todos los niveles. Y en un contexto de precariedad, incertidumbre y crisis, es previsible que eso multiplique a su vez las oportunidades para la corrupción.
¿Qué hacer para contrarrestar semejante escenario? Tomar la iniciativa. Un buen ejemplo en ese sentido es la herramienta que ha creado el Programa de Transparencia y Anticorrupción de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tec de Monterrey, justamente para que la ciudadanía pueda reportar fácilmente actos de corrupción relacionados con la emergencia del coronavirus: http://denunciacorrupcion.mx .
Porque ya es tiempo de dejar de prestarle tanta atención a la voz del presidente y sus propagandistas cuando pontifican que la corrupción ya se acabó, y ofrecerle en cambio más canales a la voz de la ciudadanía para que pueda denunciarla y, al hacerlo, llamar a cuentas a las autoridades. Exigir menos rollo y mejores resultados.
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Twitter del autor: @carlosbravoreg
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