Hay bibliotecas enteras –de psicología, ciencias sociales, filosofía, historia, literatura– dedicadas a esas y otras preguntas por el estilo. Menciono, por no dejar, apenas a un puñado autores: George Orwell, Hannah Arendt, Barbara Tuchman, Albert O. Hirschman, Elisabeth Noelle-Neumann , Irving Janis, Leon Festinger, François Furet, Michael Walzer o Chimamanda Ngozi Adichie . La bibliografía es amplísima y bien conocida, pero aún así la experiencia directa sorprende y desconcierta. Porque una cosa es leer un artículo sobre los dilemas morales de quienes están dispuestos a “ensuciarse las manos” en aras de un hipotético bien mayor, o un estudio sobre cómo la presión de pertenecer hace que los individuos pongan su lealtad a determinado círculo por encima de la fidelidad a su propia inteligencia; y otra cosa es escuchar a alguien que uno conoce de mucho tiempo guardar ahora un asombroso silencio sobre algo que antes hubiera condenado inmediata e inequívocamente, o descubrirse a uno mismo emitiendo un juicio más con la bilis de una animosidad que con el seso de un argumento. Sorprende y desconcierta, pues, porque verlo de cerca o incluso en primera persona nos obliga a confrontar el hecho de que esas preguntas no pueden formularse nada más como si sus destinatarios fueran solo “las personas”, es decir, los otros: aquí, en nuestro fuero interno, desde donde yo escribo o desde donde tú lees, también tendríamos que saber planteárnoslas.
Traigo todo esto a colación porque en medio de la emergencia sanitaria a la conversación pública le está faltando tener más capacidad autoreflexiva. Tanto a quienes defienden al presidente a capa y espada como a quienes lo atacan sin cesar, a todos nos vendría bien eso que los abuelos llamaban un “examen de conciencia”. Y no lo digo con la esperanza de ninguna “reconciliación” o “concordia”, sé que no existen las condiciones de posibilidad para nada semejante en este momento. Lo digo, más bien, porque no recuerdo una discusión de calidad tan ínfima, un intercambio de acusaciones tan estridente y estéril como el de las últimas semanas. No es que en los meses previos a la epidemia tuviéramos una deliberación pública de horizontes atenienses ni mucho menos. Es posible que el miedo, la angustia y la incertidumbre durante la cuarentena tampoco contribuyan. Pero lo cierto es que hemos renunciado como nunca antes a escucharnos, a dialogar con un mínimo de buena fe, a hacer críticas constructivas y contracríticas plausibles, y en lugar de todo ello hemos creado un verdadero lodazal donde todo, absolutamente todo, es susceptible de ser devorado por el insaciable apetito de la polarización y la implacable lógica la posverdad.