Lo que no ha sido una buena noticia es el cúmulo de defectos que la negociación ha revelado en el gobierno de México, que ha demostrado verdadero talento para la erosión institucional y la consolidación del poder, pero muy poca paciencia y pericia para construir. El último tramo de estira y afloja del tratado es el ejemplo perfecto. El gobierno mexicano optó, contra toda lógica y sensatez, por encomendar el hilado fino de la negociación final del tratado comercial más importante de la historia del país no a un grupo de expertos, que pudo haber estudiado y negociado con calma y pleno conocimiento de causa, sino a un solo hombre: el subsecretario Jesús Seade.
Célebre en los círculos diplomáticos por, digamos, tener una elevada opinión de sí mismo, Seade se hizo de las riendas de la negociación confiando, antes que nada, en su buena relación personal con Robert Lighthizer, el representante comercial del gobierno estadounidense.
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Seade presumió su amistad con Lighthizer en entrevistas públicas y conversaciones privadas. El subsecretario pensó que con eso bastaba. Se equivocó. Cuando en la mesa están sentados (o representados) actores tan complejos como Richard Trumka, el poderoso líder sindical estadounidense, la supuesta buena fe de un amigo de años no debió ser garantía suficiente.