Para Solalinde la única lucha importante era la defensa de los inmigrantes que había visto sufrir por años en su paso por su refugio en Oaxaca. Nadie como él en México para dar voz a las víctimas de la que ya era, hace una década, una tragedia cotidiana en el sur del país.
El Solalinde de entonces desconfiaba de los políticos y la autoridad con la sana distancia que solo pueden proveer los años de lucha auténtica, a ras de piso, viendo el dolor a la cara. Su compromiso era con la gente, no con proyecto de gobierno alguno. Esa templanza le ganó amenazas y agresiones. A lo largo de todas ellas se mantuvo estoico y elocuente, una suerte de faro para miles de migrantes en su paso al norte.
Diez años más tarde, Alejandro Solalinde ya no es Alejandro Solalinde. Aquel hombre de inquebrantable independencia crítica se ha convertido en un sicofante, dedicado en cuerpo y alma a la defensa no solo de un proyecto de gobierno sino del hombre que lo encabeza. Peor todavía: Solalinde ha pretendido erigirse en juez de quien disiente.
Lee: Los LeBarón agradecen el apoyo de Trump ante anuncio sobre cárteles