Múltiples ejemplos corroboran dicha tesis. La cancelación, a pesar de los miles de millones de dólares en costos, del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Los despidos y recortes de servidores públicos especializados y con experiencia, con todo y las afectaciones que ello implica para las capacidades administrativas del propio gobierno. La reasignación de recursos para financiar más programas de política social, aunque no haya medidas que garanticen la calidad de dicho gasto. La concentración de su política energética en el petróleo, en abierto desdén a sus efectos medioambientales y sin contar con un plan viable de negocios. Su hostilidad contra los órganos autónomos, particularmente el Instituto Nacional Electoral, aunque este haya organizado la elección menos impugnada en la historia de la democracia mexicana, la misma elección que lo llevó a la presidencia. En suma, y para decirlo con una expresión que suelen utilizar los estadounidenses, AMLO no está “pivoteando”.
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Sin embargo, hay un caso emblemático y elocuente que contradice el argumento de que AMLO ha hecho exactamente lo que dijo que iba a hacer: la relación con Estados Unidos. En ningún otro tema es tan evidente que AMLO ha tenido que cambiar, que actuar de un modo distinto al que su retórica anticipaba. Este es, quizás, el disuasivo más grande, la restricción más estricta, la acotación más importante con la que AMLO ha tenido que habérselas en su primer año de gobierno.