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La democracia no llega a golpes

Los presidentes depuestos mediante un golpe nunca están exentos de responsabilidad en la creación de las condiciones que hacen posible el golpe que los depone, asegura Carlos Bravo Regidor.
mar 12 noviembre 2019 06:00 AM
Carlos Bravo Regidor
Analista político y coordinador del programa de periodismo en el CIDE.

Los golpes ya no son lo que eran. Antes resultaban tan burdos y rotundos como el único adjetivo que solía acompañarlos y que, por lo mismo, no dejaba de sonar redundante: militar. Había escasos márgenes para la ambigüedad o la duda. Se derrocaba por la fuerza a las autoridades civiles, se reprimía cualquier asomo de disidencia, se instauraba un régimen de orden, miedo y disciplina. Ejemplos clásicos de esos golpes los hubo en Venezuela (1948), Guatemala (1954), Brasil (1964), Chile (1973) y Argentina (1976).

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De un tiempo a acá, “golpe” parece haberse convertido en un término más versátil y elástico. Como han advertido Andrés Malamud y Leiv Marsteintredet en un artículo reciente , “ahora abundan todo tipo de calificativos: golpe suave, parlamentario, constitucional, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil”. Frente a la contundencia de los viejos ejemplos, los recientes no conllevan rupturas tan dramáticas ni violentas. A veces suponen, incluso, continuidades sorprendentes. Que se destituya al mandatario en turno pero no asuma el poder una junta militar, sino el presidente de la Suprema Corte, el vicepresidente en funciones o el presidente del Congreso. Que se remueva a una autoridad democráticamente electa pero se convoque, al poco tiempo, a nuevas elecciones. Que el orden constitucional, a pesar de su crisis o de plano ya erosionado, siga vigente. Ejemplos paradigmáticos de estos nuevos golpes los ha habido en Haití (2004), Ecuador (2005), Honduras (2009), Paraguay (2012) y Brasil (2016).

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Más allá de esas diferencias, que tienen un fuerte componente de distinción de epoca –porque no es lo mismo la América Latina de la Guerra Fría que la América Latina después del 11 de septiembre de 2001–, hay algunos rasgos que comparten unos y otros. El primero es una verdad fundamental pero dificil de digerir: el hecho de que los golpes sean antidemocráticos no quiere decir que carezcan de apoyo popular. Los impulsos autoritarios siempre tienen algún tipo de base social. Suponer que de un lado está el pueblo y del otro los militares, o que la nación está con la izquierda y las élites con la derecha, es reducir la complejidad de la buena historia a la simplicidad de una mala historieta.

Un segundo rasgo es que los presidentes depuestos mediante un golpe nunca están exentos de responsabilidad en la creación de las condiciones que terminan haciendo posible el propio golpe que los depone. No estamos hablando, a fin de cuentas, de personas inocentes e indefensas, sino de líderes políticos, de dirigentes que ocupan posiciones de poder, cuyos actos y omisiones, excesos y limitaciones, tienen consecuencias y terminan entretejiéndose en la trama de la que se vuelven víctimas.

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Un tercer rasgo es que las partes en conflicto suelen tratar de adjudicarse para sí la encarnación de la causa democrática, porque “democracia” es un concepto en disputa, constantemente susceptible de ser reinterpretado conforme a las visiones y los sesgos de cada bando. Sin embargo, más allá de esas tentativas de apropiación interesada, hay un dato histórico incontrovertible: los militares nunca han sido una fuerza que contribuya a restaurar la democracia en la región. No hay tal cosa, no puede haberla, como un “golpe democrático”: puede haber golpes contra gobiernos autoritarios o liberales, populares o elitistas, pero el resultado de un golpe nunca ha sido el surgimiento de un régimen más libre que el derrocado por el golpe en cuestión. Promover o condonar métodos antidemocráticos para “rescatar” a la democracia no es solo es un sinsentido; es, ha sido, una apuesta fallida y hasta contraproducente.

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En una actualidad tan precaria y volátil, ningún líder democrático debería permitirse trivializar o, peor aún, instrumentalizar la amenaza que representa el golpismo. Porque hacerlo es una forma de tensar el frágil hilo de la democracia o, peor aún, de utilizarlo para darle cuerda a una tentación autoritaria.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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