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Felipe Calderón, el expresidente lopezobradorista

El exmandatario no se resigna a estar fuera de la política; quiere incidir, pero en su intento da a los lopezobradoristas la oportunidad de desviar la atención de sus déficits, escribe Carlos Bravo.
mar 29 octubre 2019 06:10 AM
Carlos Bravo Regidor
Analista político y coordinador del programa de periodismo en el CIDE.

No debe ser nada fácil el papel de expresidente. Haber dedicado años y años a trabajar sin descanso con la mira puesta en “la silla”, luchado contra incontables rivales y adversidades, renunciado a quién sabe cuántas alternativas más cómodas y gratificantes, menos exigentes y sacrificadas. Llegar, vivir la euforia y la responsabilidad de haber alcanzado una meta tan difícil, ejercer durante seis largos años ese poder al que muchos aspiran y casi nadie consigue. ¿Y luego? Terminar, casi siempre con más derrotas que victorias, lidiar con las consecuencias de esa peculiar maldición que es haber logrado exactamente lo que uno quería (bien dice el proverbio chino: “ten cuidado con lo que deseas”) y volver a una “normalidad” para la que nadie tras semejante tren de vida puede estar bien preparado. Lo dicho: no debe ser nada fácil.

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Salvo por Ernesto Zedillo, que ha sabido ejercer ese papel con dignidad, discreción y disciplina —quizás, para empezar, porque su presidencia no fue el desenlace de una ambición personal sino el producto de un accidente político—, la verdad es que el México contemporáneo (de 1994, digamos, en adelante) no ha corrido con buena fortuna en este aspecto. Nuestros expresidentes, cada uno a su manera, dejan mucho que desear.

Enrique Peña Nieto, por ejemplo, parece obstinado en que los mexicanos no dejemos de enterarnos de sus viajes, sus fiestas, su nueva novia, en fin, de la vida de celebridad con la que ha decidido premiarse tras deleitarnos con ‘la casa blanca’, Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, los Duarte, ‘la estafa maestra’, Oderbrecht... entre tantos otros de sus grandes éxitos. Podría tener, siquiera, la mínima decencia de disimular. Pero no, no la tiene ni le preocupa tenerla. Lo único que parece interesarle es invertir la visibilidad pública que le queda en hacer alarde tras alarde de frivolidad, usar su plataforma como expresidente para promover la causa de su reinvención como estrella del jet set.

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Vicente Fox es más difícil de caracterizar, pero no por eso menos lamentable. Ciertamente ha tenido mucho más tiempo y creatividad para demostrar cuánto puede denigrarse la investidura de expresidente. Y dado lo que su figura llegó a significar para el proceso de la transición mexicana, que sacó de Los Pinos al PRI de los más de 70 años, que fue el primer presidente de la democracia y etcétera, es aún más sorprendente su incapacidad para siquiera custodiar ese lugar privilegiado que, a pesar de cuánto decepcionó su gobierno, ya tenía ganado en la posteridad. Si Peña Nieto es el expresidente socialité, Fox es el expresidente clown.

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Felipe Calderón es un caso aparte. No se resigna a retirarse de la política como Peña Nieto, pero tampoco a ser ese oportunista mil usos en el que se convirtió Fox. A pesar de que ya tuvo su oportunidad, todavía tiene ambición y tiene, incluso, un renovado sentido de propósito. Ya sea fundando un nuevo partido político, impulsando la candidatura de su esposa, Margarita Zavala, o tal vez buscando una curul en el Congreso, Calderón está usando su condición de expresidente para aprovechar el vacío de liderazgos que dejó la elección de 2018; para tratar de restablecer algún tipo de coalición en la centroderecha; para articular, en definitiva, un polo opositor al gobierno de López Obrador.

La ironía, sin embargo, es que hasta el momento el principal beneficiario de ese proyecto es el propio lopezobradorismo. Porque Calderón es un expresidente que carga con el costo histórico de haber iniciado “la guerra”, que encarna la intransigencia de la política de “mano dura”, y que cada que abre la boca, cada que da una entrevista o tuitea, le regala a los lopezobradoristas una oportunidad, que nunca desperdician, para desplazar el foco de atención de los fiascos o déficits del gobierno de López Obrador al cruento legado del calderonismo. Al hacerlo, además, evitan habérselas con la validez de las críticas al presidente, incluso pasan a la ofensiva sin necesidad de tener que argumentar por qué lo defienden.

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De veras, no debe ser fácil el papel de expresidente. Pero sí es fácil reconocer que lo que está haciendo Felipe Calderón resulta, muy a pesar suyo, contraproducente. Su figura termina sirviéndole a aquellos contra los que está tratando de crear oposición. López Obrador, aunque lo maldiga en público, en privado debe sonreír agradecido.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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