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El teatro de la honestidad sin transparencia

Estamos en medio de un espectáculo de ilusionismo político donde la apariencia de estar informando sustituye al proceso efectivo de informar, asegura Carlos Bravo Regidor.
mar 17 septiembre 2019 10:31 AM
Carlos Bravo Regidor
Analista político y coordinador del programa de periodismo en el CIDE.

Primer acto: el presidente se presenta ante los medios, temprano por la mañana, de lunes a viernes. Anuncia programas, gira instrucciones, ofrece todo tipo de reflexiones cándidas sobre la marcha de su gobierno o distintos asuntos de actualidad. Él y sus simpatizantes describen orgullosos dicho “modelo de comunicación” como una práctica de transparencia y rendición de cuentas inédita en el país.

Segundo acto: esas ceremonias, que funcionan como un muy eficaz método de control de la agenda pública, tienen el efecto de hacer que crezca el número de solicitudes de información dirigidas a la Oficina de la Presidencia, así como a las instancias encargadas de los proyectos prioritarios del gobierno. Y además provocan un debate, fundamental, sobre si ese “gobernar frente a las cámaras” (como lo llamó Francisco Javier Acuña, consejero presidente del INAI) constituye un ejercicio de autoridad que puede generar responsabilidades en términos de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública.

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Tercer acto: la Oficina de la Presidencia contesta varias solicitudes de información con el argumento de que “no existe disposición jurídica que imponga el deber a este sujeto obligado de contar con los insumos o el soporte documental sobre los temas tratados en discursos y mensajes públicos del Titular del Ejecutivo Federal”. Es decir, el presidente puede decir lo que se le ocurra y su oficina se desentiende de tener que brindar datos que sustenten sus aseveraciones. Poco después, en el contexto del primer informe de gobierno, el comisionado Joel Salas revela que durante los primeros siete meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador las declaraciones de inexistencia (i.e., solicitudes que no se responden porque las autoridades aseguran no contar con la información requerida o no tener facultades para darla a conocer), comparadas con el mismo periodo bajo Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, se multiplicaron por 3.9 o 2.6 veces respectivamente.

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Bienvenidos al teatro de la honestidad sin transparencia: un espectáculo de ilusionismo político donde la apariencia de estar informando sustituye al proceso efectivo de informar. En el que dar la cara no significa someterse al rigor del escrutinio público, sino saturar el espacio mediático con un discurso que pide creer en la figura del presidente en proporción inversa al descrédito de las instituciones y de la clase política tradicional. Donde decir “no somos iguales”, y hablar como si la corrupción y la impunidad fueran cosa del pasado, termina siendo una forma de crear un espacio de excepción donde no ya no apliquen las reglas de antes; donde cualquier exigencia ciudadana de rendir cuentas es susceptible de ser interpretada como una afrenta contra la narrativa del cambio de régimen, no como el ejercicio legítimo de un derecho sino como meras “ganas de joder”.

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Todas las encuestas coinciden en registrar que la población considera al presidente López Obrador como un líder honesto. Su gobierno, sin embargo, parece estar aprovechando esa percepción para exentarse de cumplir con sus obligaciones de transparencia. Como si el hecho de que una mayoría de la población tenga buena imagen del presidente, confíe o quiera confiar en él, bastara para que esa imagen y esa confianza no tuvieran que refrendarse con acciones ni sometiéndose a lo que le establece la ley. Casi como si la llamada “cuarta transformación” consistiera no tanto en cambiar las cosas sino, más bien, en suspender la incredulidad.

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El presidente habla todos los días, pero su oficina no estima necesario respaldar sus dichos con hechos. Hay una creciente demanda de información, pero que lejos de ser atendida se está soslayando con una epidemia de declaraciones de inexistencia . Sea a causa de una pronunciada curva de aprendizaje, un problema de gestión archivística o una política deliberada de desinformación, el resultado de todos modos es el mismo: un déficit de evidencia empírica en la discusión pública. Cada vez más teatro y menos realidad.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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