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Operativo en Culiacán: apagar el fuego con el fuego

El operativo en Culiacán para atrapar a Ovidio Guzmán López pudo ser exitoso, pero se tornó en un desastre para la seguridad y el prestigio de nuestro país, asegura Francisco Rivas.
mar 22 octubre 2019 06:00 AM
Francisco Rivas
Francisco Rivas es director del Observatorio Nacional Ciudadano.

El pasado lunes 14 de octubre el secretario de Seguridad y Protección, Ciudadana, Alfonso Durazo, anunció que se había logrado el punto de inflexión en términos de violencia letal en nuestro país.

Con base en datos oficiales, Durazo mostró una gráfica en la que se presentaron las cifras de homicidios hasta septiembre de 2019. El resultado muestra cómo, en los últimos meses, el crecimiento del homicidio ha sido menor al que se tenía al inicio del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.

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Lamentablemente, cuando se afirma que hemos llegado a un punto de quiebre de la violencia gracias a un crecimiento menos acentuado de los delitos, sin demostrar que esto obedece a acciones y estrategias de un gobierno en particular, se corre el riesgo que la contención de la violencia obedezca a otros factores exógenos a la actuación de la autoridad y por ello que la realidad nos abofetee con hechos que exhiben cuán lejos estamos de lograr la paz.

Precisamente, eso fue lo que sucedió ese mismo día y en los sucesivos. A lo largo de la semana, eventos delictivos como los homicidios dolosos, secuestros, extorsiones y robos se siguieron presentando de manera sostenida, en concurrencia con cuatro operativos federales que resultaron en un apabullamiento de la autoridad.

El más grave por su relevancia y repercusión es indudablemente el que ocurrió el pasado jueves 17 de octubre en Culiacán, Sinaloa.

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Tras un operativo para detener a Ovidio Guzmán, hijo del Joaquín “el Chapo” Guzmán, la ciudad se vio estrangulada por narcobloqueos y las personas debieron correr a resguardarse en comercios y casas –incluso ajenas– ante el ejercicio de violencia de los delincuentes.

Un operativo mal armado, mal ejecutado y que hoy se mal evalúa. Más de una decena de personas perdió la vida, entre ellos militares e integrantes de la Guardia Nacional. Reos se fugaron ayudados por otros delincuentes. Tiroteos, robos e incendios de vehículos marcaron un día negro para el país.

El broche de oro fue que, para que cesara la violencia, el Estado, con el aval del presidente, tuvo que liberar a Ovidio Guzmán".

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Dicho de otra manera, las autoridades armaron un operativo, la consecuencia fue la pérdida de control de una de las principales ciudades del país, no pudieron recuperar la paz y por ello tuvieron que negociar con los delincuentes para que ellos entregasen el control de la ciudad al Estado.

Durante años el presidente López Obrador criticó la estrategia de los entonces presidentes Calderón y Peña, criticó la improvisación en armar operativos, criticó el uso de las Fuerzas Armadas para combatir el crimen, criticó el liderazgo de la autoridad federal y la responsabilizó del aumento de la violencia.

López insistió que la estrategia de seguridad de Calderón había sido como pegarle a un avispero, dada su mala planeación, la violencia se había desatado.

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De igual forma, insistió una y otra vez que para pacificar el país se debía invertir en programas sociales y que el uso de la fuerza no era oportuno porque no se puede apagar el fuego con el fuego.

La narrativa que López ha impulsado es que hoy en México se implementa una “seguridad humanista” con menor uso de reacción y más de prevención; una seguridad donde el ejercicio legítimo de la fuerza del Estado es muy contenido; una seguridad que recuerda que el Ejército es pueblo bueno vestido de militar, una seguridad que privilegia los abrazos a los balazos y explica la realidad que vivimos, donde para entender a la delincuencia organizada debemos recordar que ellos también son pueblo, víctimas de un sistema económico capitalista y por ello deben ser reprimidos por mamás, abuelas o con simples abucheos, en vez que con la fuerza del Estado.

Una narrativa que choca directamente con el entrenamiento, las funciones y formación de las fuerzas federales y locales de seguridad y justicia, por lo que podríamos entender por qué, un operativo que pudo ser exitoso, se tornó en un desastre para la seguridad y el prestigio de nuestro país.

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En los cuatro principales eventos delictivos de la semana pasada (Michoacán, Tamaulipas, Guerrero y Sinaloa) pudimos observar que la autoridad debe obligatoriamente actuar ante la delincuencia, respetando los derechos humanos y acatando protocolos, pero debe mostrar que sólo la autoridad establecida es la que detiene el control del Estado. El Estado no puede permitir que exista un poder que lo sustituya.

Esta semana ganaron los delincuentes y perdió México. Los criminales demostraron que están mejor liderados, capacitados, equipados que la autoridad.

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Los eventos delictivos de la semana pasada mostraron una autoridad abandonada a sí misma, sin quien las guíe y sin que alguien asuma la responsabilidad de la pérdida de vidas y el descrédito de policías y militares; sientan un terrible precedente sobre la capacidad de acción de la autoridad y la gran posibilidad que tienen los delincuentes de chantajear y doblegar al gobierno federal.

Un evento terrible sin que podamos ver un mínimo ejercicio de rendición de cuentas. Pobre ha sido la respuesta que ha llegado del Estado ante la violencia desatada a lo largo de la semana pasada y la cachetada al Estado de Derecho que representa la liberación de un capo.

En cuanto a cómo evalúa el evento, el presidente se ha atrincherado en la frase que la detención de un delincuente no podía poner en riesgo a toda una comunidad y que el fuego no se apaga con el fuego.

Evidentemente, el presidente quiere olvidar que para salvar la vida hay que armar operativos que respeten los protocolos de actuación y que cuenten con un el suficiente estado de fuerza y recursos.

En ese mismo contexto, las declaraciones del Gabinete de Seguridad tampoco rinden cuentas a la sociedad sobre lo ocurrido y generan confusión. Las contradicciones han ido desde decir que lo ocurrido en Culiacán fue un evento fortuito y no un operativo –por ello el desastroso resultado–; hasta reconocer que el hecho sí había sido un operativo fallido, mal armado y ejecutado; hasta admitir que no hubo comunicación entre mandos y tropa y que debido a que los soldados se mandaron solos, había resultado en un desastre.

Sea cual sea la verdad, el Gabinete de Seguridad exhibió un escenario negativo, donde las autoridades no rinden cuentas, donde para salir del paso están dispuestas a mentir y donde carecen del necesario liderazgo para comandar sus propias instituciones.

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López usa la frase de “el fuego no se apaga con el fuego”, para insistir que su gobierno actuó bien y que seguirá teniendo un uso limitado de la fuerza pública para combatir el delito.

¿Es posible apagar el fuego con el fuego? Sí, de hecho, sí se hace. Cuando el presidente piensa en la seguridad como en un incendio y el fuego como el uso legítimo de la fuerza, olvida que, en los casos de incendio de un bosque, una de las estrategias para que este se pueda contener es precisamente la de generar incendios controlados, es decir, se quema parte de la maleza para cerrar un círculo donde el fuego no pueda avanzar.

Si López quiere entender la seguridad como un incendio, debería recordar que, para enfrentar las causas, las consecuencias y la acción de la delincuencia debe obligatoriamente usar de manera progresiva y racional la capacidad del Estado para investigar, intervenir y detener el avance de la delincuencia".

Por ello, a lo largo de tantos años se desarrollaron protocolos de actuación y mecanismos de supervisión que permiten generar una acción de la autoridad contenida para no dañar a la sociedad en general. Instrumentos que brillaron por su ausencia en los operativos de Michoacán, Guerrero, Tamaulipas y Sinaloa.

Es hora de que se desarrolle una estrategia, se recuperen las capacidades de operación conforme a protocolos, se dote a las instituciones de los recursos necesarios, se aprenda de los errores cometidos y se cambien liderazgos.

Dado que los hechos de Culiacán son el resultado de un operativo absolutamente fallido –en el contexto de muchos otros operativos fallidos– es fundamental que parte de la sanción que aplicará el presidente a los involucrados incluya, por lo menos, la renuncia de Alfonso Durazo.

Si el presidente sostiene a su secretario de Seguridad pese a lo sucedido, mandará una pésima señal de impunidad, la misma que mandó cuando soltaron a Ovidio Guzmán.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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