Dicho de otra manera, las autoridades armaron un operativo, la consecuencia fue la pérdida de control de una de las principales ciudades del país, no pudieron recuperar la paz y por ello tuvieron que negociar con los delincuentes para que ellos entregasen el control de la ciudad al Estado.
Durante años el presidente López Obrador criticó la estrategia de los entonces presidentes Calderón y Peña, criticó la improvisación en armar operativos, criticó el uso de las Fuerzas Armadas para combatir el crimen, criticó el liderazgo de la autoridad federal y la responsabilizó del aumento de la violencia.
López insistió que la estrategia de seguridad de Calderón había sido como pegarle a un avispero, dada su mala planeación, la violencia se había desatado.
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De igual forma, insistió una y otra vez que para pacificar el país se debía invertir en programas sociales y que el uso de la fuerza no era oportuno porque no se puede apagar el fuego con el fuego.
La narrativa que López ha impulsado es que hoy en México se implementa una “seguridad humanista” con menor uso de reacción y más de prevención; una seguridad donde el ejercicio legítimo de la fuerza del Estado es muy contenido; una seguridad que recuerda que el Ejército es pueblo bueno vestido de militar, una seguridad que privilegia los abrazos a los balazos y explica la realidad que vivimos, donde para entender a la delincuencia organizada debemos recordar que ellos también son pueblo, víctimas de un sistema económico capitalista y por ello deben ser reprimidos por mamás, abuelas o con simples abucheos, en vez que con la fuerza del Estado.
Una narrativa que choca directamente con el entrenamiento, las funciones y formación de las fuerzas federales y locales de seguridad y justicia, por lo que podríamos entender por qué, un operativo que pudo ser exitoso, se tornó en un desastre para la seguridad y el prestigio de nuestro país.