En la segunda imagen aparece un hombre agazapado en una esquina de Culiacán. De pronto va pecho a tierra, y apunta, con toda parsimonia, un rifle automático de alto calibre, probablemente un Barrett .50, arma predilecta de francotiradores en situaciones de guerra.
Ambas escenas demuestran dos fenómenos alarmantes. Primero, la sofisticación del armamento y el descaro absoluto del crimen organizado, que cree que puede salir a desfilar por las calles de México como se de un ejército formal se tratara. Las calles, parecen decir, son nuestras y a otra cosa.
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Pero eso no es lo único grave. La presencia de las dos armas de alto poder en las escenas horrendas de Culiacán confirma, una maldita vez más, el daño inmenso que ha hecho a México el tráfico de armas desde Estados Unidos. Porque no hay que engañarse: esos dos rifles, que desataron el pánico en Culiacán, llegaron desde Estados Unidos. Ahí los compraron, con libertad plena, en miles de dólares. Desde ahí los ingresaron a México para entregárselos a los francotiradores del Cártel de Sinaloa, entrenados para su uso por expertos. Es un escándalo.