El problema no es que López Obrador profese una fe particular, ni tampoco que esa fe nutra su visión del mundo. El problema es que no reconozca su obligación de expresar los valores de esa fe en términos seculares, es decir, que incluyan a quienes no la profesan y puedan debatirse sin necesidad de poner a prueba la religiosidad de cada quien (i.e., si creemos o no en el “pecado”, si nos denominamos o no “cristianos”, si respetamos o no los “mandamientos”). Porque somos una sociedad legítimamente diversa y la suya es una autoridad de carácter civil: el país no es una congregación, ni su investidura la de un cardenal o un ministro. No importa que la mayoría de los mexicanos comparta sus preferencias religiosas, esa no es justificación para que dichas preferencias rijan sobre nuestra vida en común. El problema no es que en su discurso haya un contenido moral, es que hable como si la moral cristiana fuera la moral de la república.
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Pero decía al inicio que la cuestión no es sólo el discurso del presidente. La cuestión es, también, su cercanía política con ciertas iglesias evangélicas. La multitud de noticias que se acumulan al respecto día con día, sin que haya una explicación oficial al respecto: los evangélicos gestionan para obtener concesiones de radio y televisión; piden eliminar las restricciones constitucionales que impiden a los ministros de culto asociarse con fines políticos o ser votados para desempeñar cargos públicos; sus cabecillas tienen una frecuente presencia en actos tanto privados como públicos con el presidente; repartirán la cartilla moral que mandó imprimir el gobierno; varios de sus líderes realizan labores de coordinación en el proyecto de los servidores de la nación ; fundarán y operarán los nuevos centros integradores o del bienestar en las regiones más pobres. ¿De qué se trata? ¿Por qué les está dando tanta entrada el gobierno de López Obrador, violando el principio histórico de separación entre las iglesias y el Estado (artículo 130 de la Constitución)? ¿A cambio de qué?