Ningún presidente en la historia moderna de México había juntado tanto la religión y la política como Andrés Manuel López Obrador. No es sólo la frecuencia con la que cita la Biblia, más que la Constitución, en sus discursos. Tampoco es nada más la comodidad con la que revuelve la ley con el cristianismo. Por ejemplo, definiendo la práctica de retenerle sueldos a los trabajadores como un acto que es ilegal y, además, “pecado social” . O refiriéndose a la discriminación contra los migrantes y la xenofobia como algo que “no es humano ni es cristiano” . O advirtiendo que acaparar fertilizantes o venderlos en el mercado negro es “portarse mal” y “no podemos estar yendo a los templos o a la Iglesia si no respetamos los mandamientos” . Es perfectamente factible coincidir con el presidente cuando condena esas prácticas y, a la vez, disentir con su lenguaje por lo incompatible que resulta con el de un Estado no confesional.
La 4T y los evangélicos: ¿de qué mundo es tu reino, Andrés Manuel?
El problema no es que López Obrador profese una fe particular, ni tampoco que esa fe nutra su visión del mundo. El problema es que no reconozca su obligación de expresar los valores de esa fe en términos seculares, es decir, que incluyan a quienes no la profesan y puedan debatirse sin necesidad de poner a prueba la religiosidad de cada quien (i.e., si creemos o no en el “pecado”, si nos denominamos o no “cristianos”, si respetamos o no los “mandamientos”). Porque somos una sociedad legítimamente diversa y la suya es una autoridad de carácter civil: el país no es una congregación, ni su investidura la de un cardenal o un ministro. No importa que la mayoría de los mexicanos comparta sus preferencias religiosas, esa no es justificación para que dichas preferencias rijan sobre nuestra vida en común. El problema no es que en su discurso haya un contenido moral, es que hable como si la moral cristiana fuera la moral de la república.
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Pero decía al inicio que la cuestión no es sólo el discurso del presidente. La cuestión es, también, su cercanía política con ciertas iglesias evangélicas. La multitud de noticias que se acumulan al respecto día con día, sin que haya una explicación oficial al respecto: los evangélicos gestionan para obtener concesiones de radio y televisión; piden eliminar las restricciones constitucionales que impiden a los ministros de culto asociarse con fines políticos o ser votados para desempeñar cargos públicos; sus cabecillas tienen una frecuente presencia en actos tanto privados como públicos con el presidente; repartirán la cartilla moral que mandó imprimir el gobierno; varios de sus líderes realizan labores de coordinación en el proyecto de los servidores de la nación ; fundarán y operarán los nuevos centros integradores o del bienestar en las regiones más pobres. ¿De qué se trata? ¿Por qué les está dando tanta entrada el gobierno de López Obrador, violando el principio histórico de separación entre las iglesias y el Estado (artículo 130 de la Constitución)? ¿A cambio de qué?
(Dado la supuesta antítesis que el lopezobradorismo dice representar respecto al calderonismo, un paradójico antecedente de interés en este sentido es el acercamiento que el gobierno de Felipe Calderón también tuvo con agrupaciones de raíz evangélica en el contexto de su guerra contra el narcotráfico, tal y como lo documenta Rodolfo Montes en su libro La cruzada de Calderón, publicado por Penguin Random House en 2012).
Mientras la llamada “4t” aprovecha la debilidad de las instituciones del régimen de la transición e intenta desmantelar, por buenas o malas razones, sus estructuras, esas comunidades evangélicas se consolidan como instancias que articulan demandas, que aglutinan capital social y que hasta participan en el proceso de las políticas públicas. Es decir, se empoderan: adquieren fuerza, ocupan espacios, ejercen influencia. Y ni siquiera me ocupo de su agenda, que merecería una consideración aparte, porque incluso si la suya fuera una causa progresista de todas maneras su intervención en actividades políticas y de gobierno seguiría constituyendo una amenaza al laicismo.
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Con todo, no deja de tener su ironía que López Obrador y sus adeptos descalifiquen a sus críticos por “conservadores”, o que ataquen a sus adversarios por ser “de derecha”, al mismo tiempo que gobiernan de la mano con algunos de los grupos más conservadores y de derecha que existen hoy en México.
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