Hace ocho años conversé, en W Radio, con un testigo de la masacre del Casino Royale en Monterrey, durante la que murieron medio centenar de personas después de una balacera y un incendio de una crueldad inusitada.
Me dijo que el horrendo crimen era parte de un patrón: ante la amenaza constante de las balas y el crimen, Monterrey había comenzado a perder sus espacios públicos. Lugares que antes veían multitud de comensales caminando y divirtiéndose sin mayor preocupación se habían vaciado. El peligro del crimen organizado le había robado a la ciudad la más elemental de las libertades. Y no era para menos: cualquier cosa podía pasar en cualquier momento, como de hecho ocurrió en el Casino Royale, a plena luz del día.