El presidente de México está en su derecho de conmoverse por la sentencia a Guzmán. Cada uno elige, desde su brújula moral, el destinatario de su compasión. Pero la declaración presidencial merece una nota al calce y una pregunta. López Obrador ha elegido conmoverse –ojo: en público, no en privado– por un hombre responsable de una lista inagotable de atrocidades. Joaquín Guzmán es responsable, de manera directa o indirecta, de decenas de miles de muertos en México.
Con torturas, extorsión y violencia de terrible saña, los asesinos a sueldo de Guzmán aterrorizaron buena parte del país por años (quizá el tiempo verbal correcto sea el presente: la organización criminal de Guzmán sigue viva, por supuesto).
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Las autoridades estadounidenses calculan que Guzmán traficó, a lo largo de varias décadas, miles de toneladas de droga a Estados Unidos y el mundo, envenenando a millones. Durante el juicio en Nueva York, la fiscalía reveló, además, que Guzmán era pederasta y depredador sexual.
Este es el hombre que le ha conmovido el corazón humanista al presidente de México. E insisto: no ocurrió en privado sino frente al gran público que se congrega frente a televisores y en páginas de Internet para escuchar la diaria homilía mañanera.