Podrá imaginar que no hace falta su presencia personal, que con mandar una delegación en su nombre basta y sobra. Se equivoca. A nadie en ese grupo pasará desapercibida su desaparición.
“Para un país como el nuestro, que no es una potencia mundial, hay de dos sopas en la arena internacional: o nos sentamos a la mesa, o estamos en el menú”, sentenciaba el embajador Arturo Sarukhan unas horas antes del principio de la cumbre.
Sarukhan, que de diplomacia sabe lo que pocos, tiene toda la razón. Peor todavía por el momento que enfrenta México en varios frentes, comenzando con la crisis humanitaria en sus dos fronteras. Esa crisis, que requiere del más fino hilado diplomático, de un genuino proceso de seducción para encontrar alianzas simbólicas y prácticos, sólo la puede hacer el presidente de México.
No hay mejor vocero de lo que requiere México que López Obrador. Dentro y fuera del país, lo que está en juego es su proyecto. Y eso no lo puede defender nadie más. No su canciller, por más cómodo que se sienta en el papel de vicepresidente de México. Tampoco su secretario de Hacienda. La responsabilidad (y, con toda franqueza, el privilegio) corresponde al señor por el que votó una histórica mayoría de mexicanos.
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