Paulina, una adolescente de 14 años, vive esas problemáticas. Su rutina se alteró en agosto de 2020. Las clases a distancia continuaron cuando ella iniciaba el primer año de secundaria. Tardó casi dos años en conocer en persona a sus compañeros, a sus profesores, y en visitar las instalaciones de su escuela.
“Le costó mucho trabajo acoplarse. Yo vi que ella se empezó a deprimir por el encierro. Yo creo que el encierro no es bueno para los muchachos”, comparte su mamá María de Jesús.
Después de tomar clases en línea, los hobbies de Paulina se reducían a dos: ver series de televisión y jugar videojuegos. En un año subió 10 kilos.
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Cuando las clases presenciales reanudaron, Paulina no quería ir, le daba flojera y temía que su mamá enfermara si la llevaba a la escuela.
“Pero aquí en la casa no estaba muy bien, aunque ella diga que no, por eso quise que regresara a clases”, agrega la madre.
El pediatra Gerardo López explica que el estrés emocional fue uno de los primeros impactos de la pandemia. Aunque esto afectó a toda la población, los niños en particular experimentaron el miedo de perder a sus padres o a otros familiares, de quienes todavía dependen.