En el contingente de las Reconstructoras de Glitter y de las Tejedoras, todas íbamos contenidas por dos extensas tiras de estambre (¡por supuesto!) rojo y morado, que marcaba un sinuoso límite, imbuido entre muchos otros contingentes, para tratar de guiarnos y contenernos.
Domingo 8 de marzo, alrededor de las 15:00, en las calles que rodean el Monumento a la Revolución y que desembocan en Bucareli y luego Avenida Juárez. No cabe ni un clavo. A duras penas avanzamos, a paso más que lento, siempre coreando, entre tambores lejanos, aplausos y gritos, muchos gritos.
“Amiga, hermana, si te pega no te ama”.
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Media docena de drones sobrevuelan la marabunta morada que somos. Que gritamos. Que sin empujones, ni prisas, ni codazos y sí muchas sonrisas, tratamos de llegar al Zócalo. Que decimos, una y otra vez, que la culpa no era de nuestra, ni de nuestra vestimenta, ni en el lugar en donde nos encontrábamos.
“Mujer, escucha, ésta es tu lucha”. “Con vestido o pantalón, respétame cabrón”.
El sol cae a plomo sobre sombreros, paliacates, cartulinas. Hay niñas, adolescentes, adultas. Hay algunos hombres, en lo alto de las banquetas. Toman fotos, y nos miran, azorados. Algunos lucen francamente asustados. Pero no tanto como los que cubrieron con láminas comercios y edificios, desde las primeras horas de la mañana. Menos que los que bardearon el Zócalo para impedir nuestra llegada, los mismos que soltaron gas pimienta y algunos petardos para hacernos correr.
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Parece ser que las mujeres inspiramos mucho miedo este domingo. No entre nosotras, eso es seguro. Ni siquiera por las encapuchadas que hicieron pintas y se cargaron los vidrios de cajeros automáticos y algunas tiendas de conveniencia.
"¿Por qué la gente que más nos tiene que cuidar y amar y cuidar es la que más nos hace daño?"
Un domingo en violeta tornasol, con una esperanzadora sororidad que hizo más evidente a una fuerza pública que no estuvo a la altura. Ni hablar: “Somos malas, podemos ser peores, al que no le guste, ¡se jode, se jode!”.