La paradoja es clara: México no carece de leyes, diagnósticos o estructuras; carece de voluntad para respetarlos y perfeccionarlos. El resultado es un sistema que no evoluciona, sino que se reinicia constantemente, atrapado en un ciclo de simulación y desgaste institucional que mantiene a la seguridad pública como rehén del vaivén político.
La captura partidista de la seguridad
Uno de los principales obstáculos para una política de seguridad duradera es su captura por intereses partidistas. La seguridad debería ser una política de Estado, pero en México ha sido tratada como una herramienta electoral. Los programas, las estrategias y hasta las instituciones se moldean con la lógica del beneficio político, no del beneficio público. Así, cada partido llega con su “marca” y su “narrativa”, buscando diferenciarse del anterior, aunque eso implique destruir lo que ya se había avanzado.
La Guardia Nacional es un ejemplo claro: nació como una promesa de desmilitarización, pero fue rápidamente absorbida por la lógica de control político y militar. No se consolidó como institución civil ni se permitió evaluar objetivamente su desempeño. En los estados y municipios ocurre algo similar: los consejos de seguridad o consejos “ciudadanos” se usan como plataformas políticas, los fondos se reparten por afinidad partidista, y las evaluaciones se maquillan para encajar con la narrativa del gobierno en turno. Mientras la seguridad siga siendo una bandera partidista, será imposible construir políticas estables y de largo plazo.
El personalismo local: poder sobre resultados
La política de seguridad en el ámbito local está secuestrada por el personalismo de autoridades que privilegian el control político sobre la capacidad técnica. Gobernadores y alcaldes frecuentemente sustituyen mandos operativos capacitados por personas de confianza o afinidad política, sin importar su experiencia. Se cambian los titulares de seguridad como si fueran piezas de campaña, lo que rompe la continuidad operativa y desalienta cualquier intento de profesionalización.
Este fenómeno tiene un costo alto: cuerpos policiales desmotivados, pérdida de conocimiento institucional y fragmentación en la cadena de mando. Cada nuevo titular llega con su propio equipo, reestructura dependencias, cambia uniformes, modifica logotipos y rehace protocolos. Al final, el discurso de “refundar la seguridad” solo encubre el deseo de control. En lugar de fortalecer instituciones, se construyen feudos. Y mientras los mandos se disputan la autoridad, el crimen organizado mantiene su ritmo, sin preocuparse por los caprichos del poder local.
Presupuestos sin diagnóstico: austeridad que mata
La austeridad mal entendida también ha dañado gravemente la seguridad pública. En muchos municipios, los recursos asignados no guardan relación con la magnitud de la violencia o las necesidades reales. Las policías locales operan con vehículos sin mantenimiento, uniformes vencidos, y sueldos que no garantizan integridad ni profesionalismo. Pero más grave aún es que no existen diagnósticos públicos, técnicos y actualizados que guíen la asignación de recursos.
Cada año se anuncian recortes o incrementos sin explicar con base en qué criterios se determinan. Los programas de fortalecimiento municipal, como el extinto FORTASEG, desaparecieron sin alternativas sólidas. En su lugar, se distribuyen apoyos discrecionales, centralizados, y muchas veces opacos. México necesita una política presupuestaria en seguridad basada en evidencia, donde el dinero siga al diagnóstico, no al discurso. De lo contrario, la “austeridad” se convierte en una forma elegante de abandono institucional.
La opacidad como norma: recursos sin rendición de cuentas
La falta de transparencia en el gasto de seguridad es una herida abierta que impide cualquier evaluación seria. Aunque los informes oficiales reportan cifras de inversión, es casi imposible rastrear cómo se ejercen esos recursos, qué programas se implementan, o qué resultados obtienen. Los mecanismos de auditoría suelen ser débiles o complacientes, y los informes ciudadanos, ignorados.
La opacidad fomenta la ineficiencia y la corrupción. En algunos municipios, se simulan capacitaciones o compras de equipo que nunca se entregan. En otros, los recursos federales se desvían a campañas o a gastos administrativos ajenos a la seguridad. Sin rendición de cuentas, no hay aprendizaje institucional posible. Y sin evaluación, la política pública se convierte en un acto de fe: se repiten errores esperando resultados distintos.