Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), entre enero y septiembre de 2025 se han registrado más de 280 homicidios dolosos en los municipios del corredor, de los cuales el 45% se concentran en Tarímbaro y Álvaro Obregón. En el mismo periodo, los delitos de extorsión aumentaron un 38%, y los robos a transportistas en carretera crecieron un 52% en comparación con 2023. Estas cifras colocan a la región como uno de los tramos más peligrosos de la zona centro-occidente del país.
El eje carretero y suburbano funciona, de facto, como un corredor criminal mixto: ruta logística para trasiego de drogas sintéticas y armas, y simultáneamente territorio de cobro de piso, secuestro exprés y control de giros comerciales. Los grupos armados mantienen puntos de vigilancia y halconeo en comunidades periféricas, particularmente en Cuto del Porvenir, La Goleta y Uruétaro, desde donde monitorean el movimiento policial y civil.
Impacto social de la violencia
La inseguridad ha fracturado la vida cotidiana. Transportistas, productores agrícolas y comerciantes locales operan bajo una economía de miedo. Los ataques a choferes de autobuses suburbanos, que en los últimos meses suman al menos 15 agresiones con saldo de 9 víctimas mortales, evidencian un patrón de intimidación dirigido a quienes transitan entre Morelia y Zinapécuaro.
Los habitantes reportan cobros de “protección” que van desde los 200 hasta los 1,000 pesos semanales por negocio, mientras que las rutas del transporte público han reducido horarios y recorridos ante la falta de garantías de seguridad. En comunidades como Chaparaco y El Cariño, los jóvenes viven bajo reclutamiento forzado, y los desplazamientos familiares —antes impensables en la zona— comienzan a manifestarse de forma silenciosa.
El impacto psicológico también es devastador. La población ha normalizado la violencia: escuchar ráfagas nocturnas, toques de queda informales o el cierre anticipado de comercios ya no genera alarma. La erosión del tejido social es evidente; las juntas vecinales desaparecieron, las escuelas rurales reducen clases presenciales por temor a enfrentamientos y los servicios médicos en Álvaro Obregón y Zinapécuaro reportan dificultades para atender emergencias en zonas de conflicto.
Omisión institucional
El colapso de la seguridad municipal es absoluto. Los cuerpos de policía local carecen de capacidad operativa: en Tarímbaro sólo 38 elementos activos atienden una población superior a 90 mil habitantes; en Álvaro Obregón, menos de 25 policías cubren 14 comunidades rurales. Sin patrullas suficientes, sin armamento adecuado y con altos niveles de infiltración, los gobiernos municipales han optado por la resignación institucional.
El Gobierno del Estado ha desplegado operativos intermitentes de la Guardia Civil y el Ejército, pero su presencia es más simbólica que disuasiva. Las bases de operaciones mixtas funcionan de manera temporal y sin continuidad, lo que permite que los grupos criminales se reorganicen cada vez que las fuerzas federales se repliegan. A su vez, la Fiscalía General del Estado mantiene rezagos superiores al 70% en la investigación de homicidios ocurridos en este corredor, perpetuando la impunidad como norma estructural.
La inacción gubernamental, más que una carencia de recursos, es un problema de visión estratégica. Mientras las autoridades locales se refugian en el discurso de la coordinación, las comunidades siguen abandonadas en el terreno operativo y político. Morelia, como capital estatal, debería fungir como centro de mando regional; sin embargo, la desconexión entre la Policía Municipal, la Guardia Civil y la Guardia Nacional ha generado una fragmentación táctica que favorece al crimen organizado.