2. La realidad territorial: soberanía intermitente
La soberanía no puede reducirse a un acto jurídico o a un símbolo nacional; requiere, en términos prácticos, de la capacidad de monopolizar la violencia legítima y garantizar el orden en cada espacio del territorio. En México, la fragmentación del poder territorial revela una soberanía intermitente. Los cárteles no sólo dominan corredores estratégicos de trasiego de drogas y armas, sino que también ejercen funciones propias de un proto-Estado: cobran “impuestos”, imponen justicia expedita, deciden sobre la vida cotidiana y regulan la economía local.
En estados como Michoacán, Guerrero, Zacatecas o partes de Jalisco, el mapa político-administrativo convive con un mapa paralelo, donde las fronteras no están trazadas por la Constitución, sino por pactos criminales, pugnas armadas o equilibrios precarios de poder. El Estado, en este contexto, ejerce un control selectivo: aparece con despliegues militares temporales, pero carece de una presencia sostenida que le permita afirmar soberanía plena. La fragmentación territorial no es accidental: es estructural y sostenida, lo que convierte a la noción de soberanía en una ficción parcial.
3. Discurso político vs. realidad criminal
En el escenario político, la soberanía es invocada como bandera de legitimación. El discurso presidencial insiste en que México es un país independiente, dueño de sus decisiones y de su futuro. Se contraponen, así, las narrativas de resistencia frente a injerencias extranjeras —sean políticas, económicas o militares— como reafirmación de un proyecto nacional. Sin embargo, este énfasis en la independencia externa contrasta con la dependencia interna frente al crimen organizado, que erosiona día a día la autoridad estatal.
El discurso oficial construye soberanía como mito colectivo, imprescindible para mantener cohesión en las celebraciones patrias. No obstante, la contradicción es evidente: mientras la retórica proclama autonomía frente al exterior, la práctica cotidiana revela un Estado que no logra garantizar el control de carreteras, territorios rurales, puertos estratégicos o aeropuertos. El mensaje implícito es perturbador: México se afirma soberano frente a Washington o Bruselas, pero cede espacio frente a cárteles y grupos armados que actúan como auténticos poderes fácticos.
4. Mecanismos de control y dominación
La erosión de la soberanía mexicana no es simplemente el resultado de la fuerza bruta del crimen organizado. Responde a un entramado de mecanismos complejos donde confluyen política, economía y cultura. Los grupos criminales consolidan su dominación mediante una combinación de coerción violenta y legitimidad social: reparten recursos, ofrecen empleo, financian festividades locales y se erigen como garantes de seguridad en comunidades donde el Estado está ausente o es visto con desconfianza.
En paralelo, las élites políticas utilizan la narrativa de soberanía para encubrir pactos tácitos o fallas estructurales. La retórica nacionalista se convierte en un dispositivo de legitimación que evita reconocer la magnitud de la pérdida de control territorial. Así, el Estado mantiene la fachada de un poder indivisible, aunque en la práctica negocia, tolera o se repliega frente a poderes criminales.
Este doble juego —simbólico y práctico— reproduce un sistema donde la soberanía se convierte en un bien negociable: una moneda de cambio entre actores estatales y no estatales. La dominación, por lo tanto, no opera sólo en los términos clásicos de la geopolítica, sino también en la vida cotidiana de miles de comunidades que han normalizado la presencia de un poder paralelo.