Esto, aunado a la desaparición de organismos autónomos y a la inminente reforma que promete reconfigurar el sistema electoral de México, redefinirá la realidad política y económica del país para las próximas décadas.
Las reformas de gran calado resultan mejor cuando se ejecutan en consenso, escuchando e involucrando a todos los que tienen algo que ofrecer a la discusión, ya sea una mirada distinta o una aportación valiosa.
Pero en esta nueva realidad las reformas avanzan prácticamente sin contrapesos, con una oposición disminuida, líderes empresariales que evitan la confrontación con el poder y sindicatos alineados -una vez más- al partido en turno.
No sabemos qué otros cambios vendrán. Lo que sí está claro es que los años venideros requerirán mucha ciudadanía. Pero ciudadanía de verdad.
¿Quiénes, si no las universidades, deberían estar en la primera línea de esta labor?
No se trata de que los rectores, académicos y estudiantes se conviertan en la oposición que otros no han sabido ser. Mucho menos pretender que se alineen con la idea dominante de país.
La cosa es más profunda. Que las instituciones de educación superior públicas y privadas se comprometan con una de sus misiones fundamentales: formar hombres y mujeres capaces de pensar, cuestionar y tomar postura sobre los grandes temas de nuestro tiempo. Y para eso, el estudio de las humanidades es un factor fundamental, sin importar la carrera.
El doctor Edward Brooks, director del Oxford Character Project, ha señalado que las universidades deben ofrecer a los alumnos algo más que “conocimiento y habilidades”.
“Desde que comenzaron en la Edad Media, las instituciones de educación superior han comprendido que no solo deben formar individuos para que sean productivos en el mercado, sino también para que florezcan y lleguen a ser buenos ciudadanos”, explicó en una entrevista para el Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra.
Desde su nacimiento hace casi mil años, las universidades europeas enseñaban un tronco común de siete artes liberales, que consideraban fundamentales para la formación de los estudiantes: gramática, retórica, lógica, aritmética, geometría, música y astronomía.
El objetivo era enseñar a pensar, argumentar, debatir. Y para hacerlo se requerían conocimientos sólidos en filosofía clásica, derecho, historia y otras disciplinas del campo de las humanidades. Hoy, ese objetivo está más vigente que nunca.
Desde hace poco más de una década, en su libro Sin fines de lucro, Martha Nussbaum alertaba ya de una ‘crisis silenciosa’ en universidades de todo el mundo, consistente en priorizar una educación enfocada en la productividad económica, desechando las materias de humanidades, fundamentales para generar en los estudiantes el pensamiento crítico, pero también la empatía, la compasión y la responsabilidad con su comunidad.
La transformación tecnológica sin precedentes —inteligencia artificial, automatización, conectividad, biotecnología— ha agudizado este problema. Las instituciones de educación superior parecen más preocupadas por actualizar sus programas curriculares que darse el tiempo para pensar, discutir, reflexionar.
Y sobra decirlo: las humanidades no están de moda. De acuerdo con el anuario 2023-2024 de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, solo 5 de cada 100 alumnos estudia una licenciatura del campo de las Humanidades (Filosofía y ética, antropología, literatura, etcétera), una cifra que además disminuyó respecto al período anterior.