En los últimos días, tres mujeres políticas mexicanas han protagonizado controversias que reabren un debate delicado, pero urgente: ¿hasta qué punto el argumento de “violencia política en razón de género” puede ser legítimo… y cuándo se convierte en un escudo para evadir la crítica?
#ColumnaInvitada | #LadyVíctima. Cuando la narrativa ya no convence

La diputada Diana Karina Barreras, rebautizada por los cibernautas como “Dato Protegido”, obtuvo un fallo judicial a su favor contra una ciudadana que la acusó de nepotismo. La alcaldesa de Acapulco, Avelina López, ha sido severamente criticada por su gestión durante y después del huracán Otis. Y la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, mantiene enfrentamientos públicos con periodistas y opositores. Todas han coincidido en algo: se han dicho víctimas de violencia política de género cuando han sido cuestionadas o exhibidas por sus acciones.
Nadie discute que México ha sido un país históricamente machista, ni que la violencia contra las mujeres, especialmente en la política, ha existido y debe erradicarse. Pero cuando este derecho, ganado a pulso por las mujeres, se convierte en un argumento comodín para evitar la rendición de cuentas, el concepto corre el riesgo de desgastarse.
Sí, los hechos importan, pero también lo hace la narrativa. Y cuando esa narrativa se percibe como exagerada, manipuladora o incongruente con la realidad, se vuelve en contra. La etiqueta de "víctima" no genera empatía si no va acompañada de congruencia, honestidad y una trayectoria que sustente la denuncia.
Es cierto que algunos periodistas han incurrido en errores que han sido hábilmente capitalizados por estas funcionarias para desviar la atención del fondo de las críticas y victimizarse. Alusiones a la apariencia física, uso de calificativos innecesarios o cobertura con poco rigor periodístico y exceso de subjetividad son errores que, si bien deben señalarse, no necesariamente evidencian un ataque por razones de género. De ahí a afirmar que el cuestionamiento ocurre porque las protagonistas son mujeres, hay un abismo de diferencia.
El intento de estas mujeres por reposicionarse como víctimas puede tener cierto rendimiento inmediato ante clientelas políticas fieles o militantes, pero en términos reputacionales resulta cada vez más costoso. La ciudadanía observa, analiza y toma nota. Los escándalos ya no se borran con comunicados, y la narrativa de la victimización mal planteada genera más desgaste que respaldo fuera del círculo cercano.
En el caso de “Dato Protegido”, incluso la presidenta de México se vio obligada a marcar distancia tras la sentencia excesiva con la que la diputada respondió a las críticas. Ni siquiera dentro de sus propias filas se toleran estas sobreactuaciones.
Esta dinámica también recuerda —aunque en un contexto distinto— los casos de #LadyRacista, #LadyPeruana y otros similares, donde algunas mujeres, tras ser señaladas por comportamientos ofensivos o discriminatorios, intentaron ampararse en su género como escudo ante la crítica pública. Cuando ese recurso se usa sin fundamento, la reputación se debilita, la credibilidad se erosiona y la percepción pública se convierte en un activo perdido.
Además, el impacto no se limita a la imagen individual de las funcionarias. La instrumentalización del discurso de género también afecta a instituciones fundamentales como el Poder Judicial y el Instituto Nacional Electoral, que ya enfrentan un profundo desgaste tras las reformas relacionadas con la elección de jueces, magistrados y ministros. Fallos cuestionables o decisiones mal comunicadas en estos contextos no solo restan legitimidad a los actores involucrados, sino que comprometen la credibilidad de los organismos que deben velar por la legalidad y la equidad.
En comunicación, los símbolos importan. El uso indiscriminado de un concepto tan potente como la violencia política en razón de género no solo debilita la causa que busca proteger, sino que puede desatar un efecto de hartazgo social, incluso entre simpatizantes y correligionarios.
Es momento de cuidar el lenguaje y su uso en la vida pública. La violencia política de género existe y debe combatirse, pero no debe convertirse en un argumento de uso indiscriminado.
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Nota del editor: Carlos A. Ibarra es periodista e integrante del Observatorio de Medios Digitales del Tecnológico de Monterrey , profesor de cátedra en dicha institución y consultor en Comunicación estratégica y Relaciones Públicas.