En los últimos días, la presidenta Claudia Sheinbaum ha insistido en su llamado a la “unidad nacional” frente a las amenazas de Donald Trump hacia México. La beligerancia del presidente de Estados Unidos –quien ha amagado con imponer aranceles, ordenar deportaciones masivas o emprender acciones unilaterales contra el crimen organizado en México– pone a prueba la capacidad del gobierno de Sheinbaum para responder en al menos tres frentes.
La otra “unidad”
El primero es el de la relación bilateral, donde Sheinbaum necesita articular una posición a un tiempo firme y responsable, que no implique bajar mansamente la cabeza pero tampoco caer en confrontaciones que puedan afectar de manera significativa los intereses de México. Su convocatoria a la “unidad nacional”, vis a vis la Casa Blanca, comunica mando y la ubica como quien encabeza el esfuerzo para responderle a Trump. La “unidad” implica, en ese contexto, reconocer que la presidenta es quien representa a la nación.
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El segundo frente es el de la opinión pública, donde Sheinbaum ha echado mano de la retórica del nacionalismo (“No somos colonia de nadie”, “México es un país libre, independiente y soberano”, “Colaboración sí, subordinación no”) para promover un cierre de filas en torno suyo y elevarle los costos a la oposición y la crítica. Es un recurso predecible pero eficaz para descalificar a disidentes y detractores como “malos mexicanos”, hasta como potenciales “traidores a la patria”, utilizando el peligro externo para apuntalar su poder a nivel doméstico. La unidad, en ese sentido, es un argumento para producir aquiescencia.
El tercer frente es el del movimiento obradorista, marcado por multitud de rivalidades y tensiones. Porque bajo la promesa de continuidad hay diferencias que nadie se atreve a admitir pero que son cada vez más evidentes. Porque tanto poder y tan poco dinero son una fuente permanente de conflictos redistributivos entre las distintas facciones del partido. Porque la agenda legislativa de Palacio Nacional (por ejemplo, en materia electoral) es vista con recelo por aliados y correligionarios. Porque hay disputas cada vez más abiertas entre los nuevos y los anteriores dirigentes partidistas, líderes parlamentarios, miembros del gabinete, gobernadores… En fin, porque al “segundo piso” con frecuencia le estorban los legados del primero. En ese ámbito la “unidad” significa otra cosa.
La mesura con la que Sheinbaum ha procurado manejarse respecto a Trump contrasta con los exabruptos –a veces de impulsivo rupturismo, a veces tontamente optimistas– en los que han incurrido varios simpatizantes, militantes y propagandistas del oficialismo. No es difícil imaginar incluso a la propia presidenta debatiéndose entre la resistencia antimperialista que debe haber cultivado durante sus años mozos en la izquierda universitaria y la prudencia pragmática que le impone hoy la investidura.
En cualquier caso, es probable que por el temor que inspira Trump y por la irrelevancia de las oposiciones, la “unidad” que más falta le hace a Sheinbaum en este momento no sea hacia fuera sino hacia dentro de su propia coalición. Y no sólo en términos de cómo encarar a Trump, sino también en cuanto a las múltiples disyuntivas que tendrá que resolver su gobierno y que, de un modo u otro, definirán su papel e influencia en el futuro del obradorismo. La pregunta clave, al final, es qué tanto podrá aprovechar Sheinbaum la amenaza trumpista para consolidar su liderazgo al interior de la “4T”.
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