Durante los años 80y 90, las élites políticas e intelectuales que impulsaron la transición democrática de México reinterpretaron la historia reciente del país para retratar al régimen posrevolucionario como una “dictadura perfecta” que tuvo la virtud de industrializar la economía y estabilizar la política de México, pero que ya había dado de sí. El PRI era obsoleto y corrupto. El país necesitaba una nueva modernización y el partido hegemónico no era capaz de conducirla. Sólo la democracia multipartidista con elecciones limpias y un sistema de pesos y contrapesos para balancear y vigilar el poder de la “presidencia imperial” era capaz de conducir a México a la modernidad del siglo XXI.
Así pues, el relato histórico de la transición democrática de México abarcó a la historia reciente, pero no se remontó a épocas anteriores. Siempre me llamó la atención que los arquitectos de la transición no evocaran a los liberales mexicanos del siglo XIX, al sufragismo maderista o al constitucionalismo carrancista. Todos ellos hubieran sido símbolos notables para promover el discurso de la transición democrática.
Una vez pasada la alternancia del año 2000, los dos gobiernos panistas no cambiaron sustancialmente la historia patria que se enseñaba en las escuelas del régimen posrevolucionario. Salvo modificaciones marginales, no hubo una reinterpretación radical de la historia para justificar y dotar de legitimidad histórica a la transición democrática. Tampoco se reconstruyó el panteón de los héroes patrios para sacar de ahí a algunos y meter a otros.
Esta reconstrucción constante de la historia patria es un proceso común en casi todos los países. Por ejemplo, en su libro Cristina y la historia: El kirchnerismo y sus batallas por el pasado, la historiadora Camila Perochena explica cómo Cristina Fernández de Kirchner fue especialmente hábil para reinterpretar la historia argentina, para así justificar las acciones de su gobierno, ganar apoyo popular y mantener a raya a sus oponentes. Para la exmandataria argentina, la historia era un campo de batalla crucial para triunfar políticamente.
Como Cristina y al contrario de los presidentes post-alternancia en México, Andrés Manuel López Obrador siempre supo que el pasado no es un terreno estable e inamovible, sino que es un campo dinámico, abierto a interpretaciones y contrainterpretaciones que pueden servir a fines políticos: para activar ciertas emociones entre los ciudadanos, para fomentar la cohesión entre las bases de un partido, para legitimar las políticas de un gobierno, para demonizar a los partidos opositores y para crear religiones cívicas que fomenten el nacionalismo y el sentido de pertenencia a un país o a un movimiento político.
La presidenta Sheinbaum ha seguido la misma ruta que López Obrador (aunque con menos potencia retórica y con menor intensidad) en el uso político de la historia, lo cual ha contribuido a la consolidación de Morena. El relato histórico oficialista favorece el sentido de cohesión entre sus bases, al tiempo de promover el sentimiento de participación colectiva en una gesta histórica: la “cuarta transformación”.
Estoy convencido que un primer paso para la recuperación de las oposiciones partidistas es entrar a la batalla por el pasado. Los miembros de la oposición deben disputarle los símbolos de la “historia patria” a Morena.
Debido al peso que la educación pública le ha colocado a la enseñanza de la historia desde los tiempos del PRI, el pueblo mexicano está particularmente familiarizado con una versión maniquea de la historia nacional. Conoce a los “héroes” y a los “villanos” de la historia. Venera a los primeros y maldice a los segundos.