Sin embargo, no se gestó un movimiento estudiantil nacional. En todos los casos, las movilizaciones fueron de carácter local y focalizado. Hubo muy pocos vínculos entre los cuerpos estudiantiles de distintas instituciones. Las demandas de las movilizaciones eran concretas, enfocadas en la situación de una institución (CIDE), un estado (Sinaloa) o una política particular (la reforma judicial). No hubo articulación de distintos movimientos que confluyeran en demandas más amplias y en mecanismos de acción colectiva potentes y prolongados. No hubo, en suma, un movimiento estudiantil que demandara un cambio profundo en la vida pública nacional o que exigiera acciones para garantizar justicia social para todos los mexicanos.
La última vez que emergió un movimiento estudiantil nacional fue en 2012, con el llamado #YoSoy132. Su duración, sin embargo, fue corta; su potencia, moderada, y su poder de convocatoria, mediano. Más aún, salvo honrosas excepciones dignas de reconocimiento, varios de los líderes del movimiento terminaron cooptados por el sistema que pretendían cambiar o en el anonimato.
Poco después, entre 2014 y 2018, las fuertes protestas ocasionadas por el caso Ayotzinapa atrajeron a un gran número de estudiantes universitarios, pero no se puede decir que éste haya sido un movimiento estudiantil. Fue, más bien, un movimiento con participación estudiantil.
Todo esto viene a cuento porque, la semana pasada, la Secretaría de Hacienda entregó al Congreso el proyecto de presupuesto del próximo año, el cual incluía un fuerte recorte a las universidades públicas. La UNAM y el Instituto Politécnico Nacional publicaron comunicados de extrañamiento, a lo que el gobierno respondió argumentando que fue un “lamentable error” y que corregiría este recorte, dando un aumento acorde a la inflación al presupuesto de ambas instituciones.
Aún no está del todo claro si el “error” se corregirá en todos los casos y si otras universidades, como la Autónoma Metropolitana y las decenas de universidades autónomas estatales, también recibirán un incremento presupuestario en línea con la inflación. Con preocupación (y con razón), el profesor de la Universidad Autónoma de Zacatecas, Jairo Antonio López, publicó en su cuenta de X: “Ojalá que el ‘error’ hubiera sido el presupuesto que desde hace décadas tienen las universidades públicas regionales. Muchas funcionamos en déficit, y desde un par de meses antes de cerrar el año, no tenemos recursos ni para la nómina”.
El problema del financiamiento de las universidades estatales viene de lejos y las acciones de los gobiernos locales para manejarlas como feudos políticos, también. Lo que llama la atención, sin embargo, es que el gobierno encabezado por una ex-activista estudiantil y antigua profesora-investigadora de la UNAM sea quien haya decidido reducir el presupuesto de las universidades públicas.
Si sumamos la reducción presupuestaria de las universidades públicas con calidad y reputación probadas a la decisión de aumentar los fondos de las Universidades del Bienestar —un proyecto fallido hasta ahora— podemos darnos cuenta de las prioridades de la política de este gobierno en materia de educación superior, las cuales están muy en línea con la administración anterior: (1) ampliar el acceso a costa de la calidad; (2) ejercer controles políticos y presupuestarios a las universidades críticas (véase el caso del CIDE y de la Universidad de Guadalajara); y (3) bajar el nivel de prioridad (al mínimo) a la promoción de la investigación científica y la cultura.
Sheinbaum se cansó de presumir sus credenciales de activista universitaria y científica de la UNAM en campaña. Varios sectores de la comunidad académica—con la ingenuidad política que los caracteriza— creyeron que la nueva presidenta activaría la vocación del Estado mexicano de promover la ciencia, la cultura, las artes, la investigación y la educación universitaria de calidad. Claramente se equivocaron.