La Constitución establece como requisito para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el tener buena fama en el concepto público. Desde que el precepto existe no había sido necesario definirle, ni establecer referentes que lo conceptualicen, porque de ser necesario evaluar si alguien cumple tal exigencia, sería claro que no goza del atributo. El Constituyente pensó en sujetos cuya trayectoria y desempeño en el foro hicieran innecesario un proceso de efectiva auscultación, sí, perfiló a sujetos cuyo prestigio y buen nombre en el foro resultaran idóneos sin mayor ponderación.
La buena fama en el concepto público
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Sin embargo, este año ha surgido el primer nombramiento por imposición, con lo que, a partir de ahora, el dispositivo constitucional requerirá de la versada opinión de constitucionalistas que iluminen el camino de los legisladores que deban debatir si un determinado sujeto cumple, o no, con lo exigido en la Carta Fundamental. Así es, en el democrático cenáculo no hubo consenso calificado en cuanto a que los integrantes de la terna enviada por el Ejecutivo Federal cumplieran a cabalidad las exigencias constitucionales.
En ese lastimoso derrotero, ahora nos encontramos ante la penosa situación que provoca aquel que despreciara la silla como ministro del alto tribunal, ese, que ahora se asume con la autoridad moral para descalificar un natural proceso de revisión de su gestión. Ya de suyo, resulta ominoso que el servidor público desleal abandonara la posición que se le confiara, olvidando que, en términos del artículo 5º constitucional, los cargos de elección popular indirecta son obligatorios.
Si bien es cierto contó con el inusitado apoyo de Olga Sánchez Cordero que pasó por alto ese precepto constitucional, al decir que no existen puestos obligatorios, es el caso que el régimen excepcional y extraordinario para dejar de ejercer el cargo por quince años es muy claro, sólo por causa grave puede el Senado de la República dispensar el cumplimiento de lo protestado, haciendo cesar los efectos del nombramiento.
Puede discutirse y debatirse mucho lo que es grave y lo que no lo es, pero a cualquier persona medianamente razonable y sensata resulta fácil el concluir que se trata de un evento o circunstancia fuera del control del afectado, sí, que se trata de algo irresistible. El capricho o la ambición por alcanzar una posición de poder, claramente no es grave, ni mucho menos, causa, sino un lamentable e inaceptable desplante de quien ve fenecer la vigencia de su nombramiento. Es decir, se trata de la desesperada miseria por mantenerse asido al presupuesto público, de quien, al menor raspón, mostró el cobre.
Arturo Zaldívar es ya un nombre que marca un antes y un después, en materia de desprestigio judicial, siendo para cualquiera evidente que la opinión que se tenga de él puede ser buena o mala, pero es ya patente que no cuenta con buena fama en el concepto público, por lo que es de concluir que, aunque cuenta con quien le aplaude la forma en que se mofó del nombramiento que pisoteó, el significativo número de detractores le coloca en el lado del desprestigio profesional. Hoy no podría superar el escrutinio en el Senado, por lo que la inhabilitación resulta de su proceder, sin necesidad de declaratoria, aunque ella será penosamente constatada por el pleno de la SCJN.
El debate que ha ocasionado pone en tela de juicio la procedencia de cualquier cargo que suponga contar con buen nombre. No se trata de un candidato a una curul, silla que suele ser ocupada por quienes son presa de esa baja pasión conocida como política. Yerra el personaje, quien se asume con el peso reputacional suficiente y hábil para impulsar un nuevo andamiaje jurisdiccional.
Tiene razón el residente de palacio al referirse a él como un exministro, ya que, al no haber cumplido con el plazo de 15 años, no se surtió un requisito básico para ser beneficiario de un retiro por antigüedad. Cada vez que toma el micrófono incurre en mayores, más graves y penosas faltas, como la de decir que mientras se encontraba de “vacaciones” no ejercía el cargo de ministro, por lo que, para él, y sólo para él, no resulta punible el declararse en favor de un competidor de la contienda electoral, y peor aún, manifestarse como idolatra de quien se encuentra en el poder, cuando su renuncia apenas había sido enviada a la cámara alta.
La furibunda reacción de su parte, lejos de desvanecer sospechas, las ha venido confirmando. Nadie le señaló como culpable, pero montó en cólera dando explicaciones no pedidas. Extrañeza provocó que reclamara acogerse a una presunción de inocencia, cuando nadie jamás se la negó. Es decir, se asumió y puso en el cadalso del culpable. Peor aún, se ha levantado a insultar y denostar a una autoridad, una que involucra el cargo para el que él siempre exigió respeto y consideración, su conducta es impropia de quien alguna vez vistió una toga.
Sin darse cuenta, ha pavimentado el camino para el curso del juicio político del presidente, dado que, cambiando el nombre del denunciado el mismo libelo, éste puede usarse, sin cortapisa, por la oposición a partir del día 2 de octubre, ya que en él sataniza conductas que cualquiera puede imputarle a su padrino político.
Ante una acusación, el ser humano puede mostrar dos actitudes. De saberse inocente, defenderse en justicia. De asumirse culpable, tratar de acabar la acusación, incluso, exterminando a quien le acusa. Su tono de voz le acorrala, su vociferante postura le condena. El que roba siempre huye, aunque nadie le persiga. La forma de encarar el cuestionamiento pinta de cuerpo entero a Zaldívar, quien es, hoy por hoy, el mayor problema de la candidatura de Claudia Sheinbaum. Mucho tendrá que ser lo que ella le deba, para pagar un costo tan alto como el que, tan sólo en una semana, ya le ha causado el incontrolado energúmeno, al que quiere confiar su novedosa propuesta para impartir justicia.
El que administra justicia debe tener varias cualidades, pero la mesura y el equilibrio emocional, son obligadas. Es claro que el sujeto no las tiene, y quizá, jamás las tuvo. Una más de las designaciones hechas por Felipe Calderón que denotan poco juicio o precipitación al momento de hacer nombramientos. Han venido emergiendo graves descalificaciones sobre personas en las que él confiara graves asuntos de estado. En tanto que al presidente le resulta útil criticar la designación de García Luna, no le hace mella, en el sentido de la congruencia, el tener en tan alta estima al tan cuestionado ministro en fuga.
La firma legal que le diera vida en el foro fue encabezado por quien tramitó el amparo a favor de los dueños de los bancos expropiados, y por esa ruta siguió el litigante durante varios años, incluso, en tiempos del controversial rescate bancario, a fines de los 90. Ese, al que el presidente gusta identificar como Fobraproa, aunque el tabasqueño bien sabe y le consta que jamás se aprobó legalmente consolidar la deuda de dicho fondo con la deuda pública. Ese fideicomiso murió antes del año 2000, y sus pagarés fenecieron con él.
El otrora defensor de los rescatados y quien fuera autorizado para medrar con la falsa especie de que el erario cubriría los criticados pagares, se dieron la mano, para finalmente encontrarse sentados ahora en la misma banca. Ambos supieron contribuir para que los más oscuros intereses nos pasaran la cuenta del rescate vía IPAB, claro, sin una efectiva rendición de cuentas. Eso animó a la poderosa clientela del postulante a apoyar su nominación como ministro, en una nueva corte en la que no prosperaría ninguna reclamación por quebrantos en la banca rescatada.
Entre su clientela se encontraba lo más granado del más rancio conservadurismo. Es cierto que, ante la falta de apoyo para ocupar la presidencia de la SCJN, supo cobrárselas a quien lo designara, redactando un proyecto que nació muerto, a sabiendas de que ya había acordado permitir que, quien antes ocupó una jefatura jurídica en el IMSS redactara la propuesta para resolver aquel asunto que involucrara a la familia de la entonces primera dama, sí, el ABC. Más de un incauto le creyó que obró en nombre de la justicia, nada más falso. No faltó quien viera en un revanchista resentimiento, progresismo, pero el tiempo todo lo pone en su lugar.
Sin embargo, sólo la candidata del oficialismo sabe que le debe, o que pretende conseguir de la mano de quien viciará y enrarecerá cualquier propuesta. Lo que parece no saber es que debe estar preparada, serán muchas y muy desagradables sorpresas, las que el futuro le depara al tener como adlátere al inefable personaje.
Qué tan lejos está aquella reforma a la Ley de Amparo, aprobada en tiempos de Calderón, cuando el compañero de generación de éste engoló su ‘tipluda’ voz, presentando una reforma tutelar de los derechos fundamentales, misma que ahora propone hacer garras, llegando al grado de desconocer compromisos convencionales, sí, degradando y haciendo inocua la constitucional suspensión del acto reclamado.
Zaldívar, se quiera o no, es el primer escándalo político del siguiente sexenio. Entre más luche y batalle por evitar que se esclarezca lo que quiso enterrar al salir a toda prisa del cargo, más se hundirá en la movediza arena del desprestigio.
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Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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