Hay dos cosas sobre las que se está especulando mucho en estos días pero que, al mismo tiempo, también cuesta mucho trabajo creer: que Marcelo Ebrard vaya a irse de Morena y que Beatriz Paredes vaya a ganar la candidatura del frente opositor. Ambos son, sin duda, políticos de mucho empaque, experiencia y méritos. Incluso arriesgaría la hipótesis de que quizá serían mejores presidentes que Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez, aunque tal vez no sean tan buenos candidatos en la coyuntura actual. Ocurre, sin embargo, que la dinámica sucesoria hacia 2024 les ha colocado en posiciones no solo incómodas sino, sobre todo, complicadas: a Marcelo, como el oficialista predilecto de los opositores; a Beatriz, como la opositora favorita del oficialismo.
Marcelo, Beatriz y el arte de ordeñar la derrota
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Veamos el contexto. En la recta final del proceso, como era de esperarse, la disputa ya se cerró tanto en el flanco obradorista como del opositor. Adán Augusto López no terminó de despegar, Santiago Creel declinó ayer. Claudia y Xóchitl encabezan la intención de voto en sus respectivos bandos. Claudia es la favorita del presidente, Xóchitl es la única figura que realmente logró despuntar entre el electorado opositor. Marcelo y Beatriz van en segundo lugar. No parece que Marcelo tenga cómo alcanzar a Claudia; si Beatriz lograra la hazaña de alcanzar a Xóchitl, la unidad del frente opositor quedaría en entredicho (hay un acuerdo entre los dirigentes del PAN y el PRI: el PRI puso a los candidatos en Estado de México y Coahuila, al PAN le tocaba poner al candidato presidencial). En la oposición prefieren a Marcelo porque es menos obradorista que Claudia, en el obradorismo prefieren a Beatriz porque es menos competitiva que Xóchitl.
Por un lado, entonces, ¿exactamente que ganaría Ebrard rompiendo con el partido que tiene mayores probabilidades de triunfo? Las protestas de Marcelo contra la inequidad y el favoritismo en la contienda en nada mejoran su posición, al contrario. No porque no sean ciertas (lo son) sino porque, dentro de los términos y condiciones que imperan en el campo oficialista, lo hacen ver como un mal perdedor: desde el principio se sabía que así serían las cosas y él, de todos modos, aceptó participar. Si se fuera, los costos que le cobraría el obradorismo serían muy altos y concretos; los beneficios que obtendría, en cambio, lucen inciertos y magros. Sus amagos funcionan porque llaman la atención y eso los vuelve creíbles. Pero el valor de ese performance es estratégico, no literal, y su motivación última no puede ser otra que subir el precio de aceptar su derrota y quedarse: negociar prebendas, espacios, presupuesto, no solo para él sino para su grupo. A estas alturas la suya no es una batalla por hacer las mejores propuestas sino por hacerse de más posiciones.
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Y, por el otro lado, ¿por qué le convendría al PRI apostar por una candidata que, aunque emanada de sus filas, no es tan atractiva para el electorado no obradorista como la del PAN? El PRI, de todos modos, no puede sino dar por perdida la elección presidencial. Su mala reputación lo ha convertido en una suerte de Chernobyl electoral. Pero una figura como Xóchitl Gálvez quizá le ayude a lavarse un poco la cara, o al menos a adoptar un bajo perfil, mientras aprovecha el efecto de arrastre que su candidatura puede ejercer sobre las elecciones de diputados, senadores, gobernadores, legisladores locales, alcaldías… Un arrastre mucho mayor, sin duda, del que tendría una candidata de extracción explícitamente priista como Beatriz Paredes. Al PRI no le conviene ganar la candidatura del frente opositor, le conviene perderla por el margen más reducido posible. Entre menor sea la distancia que separe a Beatriz de Xóchitl, más podrá ordeñarle el PRI, en la misma lógica que Ebrard, a su derrota.
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