Amnistía Internacional define al trabajo sexual como la prestación, consentida y entre personas adultas, de servicios sexuales a cambio de algún tipo de remuneración; siendo fundamental distinguirlo de la explotación sexual y de la trata de personas. Aunque las tres figuras implican actividad o servicio sexual a cambio de una retribución, para fines de brevedad podemos decir que la diferencia radica en que solamente el trabajo sexual es voluntario y la contraprestación es para quien presta el servicio. Esto es, tanto en la trata de personas como en la explotación sexual no hay consentimiento y son ilícitos prohibidos; por ello, de las tres, la única figura cuya regulación genera discrepancia es el trabajo sexual.
Así, en el debate sobre trabajo sexual podemos distinguir tres grandes posturas; a saber, prohibicionistas, abolicionistas o reglamentistas; me explico.
En primer lugar, encontramos a quienes pretenden prohibirlo, penalizando incluso a las personas que prestan el servicio. Esta postura es claramente moral y estima que el trabajo sexual es perjudicial para toda la sociedad. Su preocupación no es por las posibles desventajas entre las partes contratantes; su objeto es evitar prácticas incorrectas que lleven a la comunidad por un camino —a su juicio— inapropiado.
Por su lado, la apuesta abolicionista afirma que todo trabajo sexual deriva, en su caso, de una falsa elección. La utilización del cuerpo con fines económicos únicamente se da cuando no se tienen las necesidades básicas cubiertas; por lo que no se puede hablar de un trabajo voluntario. Este esquema busca criminalizar a las y los consumidores del servicio, mientras que la víctima es la persona que presta el servicio, y aunque se piense que se ejerce de manera voluntaria, según esta postura, el trabajo sexual jamás se realizaría si se tuviera una mejor opción económica.
Un sector del ala más radical del feminismo comparte esta visión y considera que el trabajo sexual convierte a la mujer en mercancía y producto para el consumo del hombre; esto es, lo identifican con la explotación sexual y lo equiparan a una violación serial.
Por último, la postura reglamentista reconoce el trabajo sexual como legítimo y busca quitar el estigma moral a la sexualidad. El propósito es que las personas que decidan ejercer el trabajo sexual tengan plena libertad y seguridad para ello. Esto es, el trabajo sexual debe ser considerado tan legal y válido como cualquier otra profesión u oficio.
Ahora bien, estos modelos, por regla general, se abordan partiendo de la base de que quien presta el servicio sexual, es una mujer y desde esta concepción se fija una postura al respecto. Pero no debemos olvidar que los tres fenómenos pueden tener como prestador del servicio sexual a una persona de género masculino. Ello me lleva a dudar si las posturas frente al trabajo sexual dependerán, o no, del género de quien preste el servicio.