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#ColumnaInvitada | Sexo como prestación de servicios

Como consecuencia natural de la moralización de la sexualidad humana, el trabajo sexual ha ido rozando los juicios de valor en turno. Incluso, hoy en día, continúa generando debate.
lun 29 mayo 2023 06:00 AM
#ColumnaInvitada | Sexo como prestación de servicios
Amnistía Internacional define al trabajo sexual como la prestación, consentida y entre personas adultas, de servicios sexuales a cambio de algún tipo de remuneración.

El sexo ha movido al mundo. Guerras, conquistas territoriales, política, religiones y finanzas se han visto seducidos por el poder sexual. Dependiendo la cultura y la época, se han aceptado o restringido libertades sexuales. En la antigüedad, las comunidades veneraban a sus dioses y a los ciclos fértiles de la vida mediante ritos sexuales; sin embargo, las religiones modernas, al moralizar la existencia y la naturaleza, inyectaron a la sexualidad de escrúpulos estigmatizantes para limitar su validez a fines de procreación.

Como consecuencia natural de la moralización de la sexualidad humana, el trabajo sexual ha ido rozando los juicios de valor en turno. Incluso, hoy en día, continúa generando debate. Me atrevo a suponer que el fondo del asunto es que la sexualidad humana sigue siendo tema de tabúes y desinformación. Por ello, no hay consenso en si es o no una actividad que debe prohibirse, abolirse o regularse.

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Amnistía Internacional define al trabajo sexual como la prestación, consentida y entre personas adultas, de servicios sexuales a cambio de algún tipo de remuneración; siendo fundamental distinguirlo de la explotación sexual y de la trata de personas. Aunque las tres figuras implican actividad o servicio sexual a cambio de una retribución, para fines de brevedad podemos decir que la diferencia radica en que solamente el trabajo sexual es voluntario y la contraprestación es para quien presta el servicio. Esto es, tanto en la trata de personas como en la explotación sexual no hay consentimiento y son ilícitos prohibidos; por ello, de las tres, la única figura cuya regulación genera discrepancia es el trabajo sexual.

Así, en el debate sobre trabajo sexual podemos distinguir tres grandes posturas; a saber, prohibicionistas, abolicionistas o reglamentistas; me explico.

En primer lugar, encontramos a quienes pretenden prohibirlo, penalizando incluso a las personas que prestan el servicio. Esta postura es claramente moral y estima que el trabajo sexual es perjudicial para toda la sociedad. Su preocupación no es por las posibles desventajas entre las partes contratantes; su objeto es evitar prácticas incorrectas que lleven a la comunidad por un camino —a su juicio— inapropiado.

Por su lado, la apuesta abolicionista afirma que todo trabajo sexual deriva, en su caso, de una falsa elección. La utilización del cuerpo con fines económicos únicamente se da cuando no se tienen las necesidades básicas cubiertas; por lo que no se puede hablar de un trabajo voluntario. Este esquema busca criminalizar a las y los consumidores del servicio, mientras que la víctima es la persona que presta el servicio, y aunque se piense que se ejerce de manera voluntaria, según esta postura, el trabajo sexual jamás se realizaría si se tuviera una mejor opción económica.

Un sector del ala más radical del feminismo comparte esta visión y considera que el trabajo sexual convierte a la mujer en mercancía y producto para el consumo del hombre; esto es, lo identifican con la explotación sexual y lo equiparan a una violación serial.

Por último, la postura reglamentista reconoce el trabajo sexual como legítimo y busca quitar el estigma moral a la sexualidad. El propósito es que las personas que decidan ejercer el trabajo sexual tengan plena libertad y seguridad para ello. Esto es, el trabajo sexual debe ser considerado tan legal y válido como cualquier otra profesión u oficio.

Ahora bien, estos modelos, por regla general, se abordan partiendo de la base de que quien presta el servicio sexual, es una mujer y desde esta concepción se fija una postura al respecto. Pero no debemos olvidar que los tres fenómenos pueden tener como prestador del servicio sexual a una persona de género masculino. Ello me lleva a dudar si las posturas frente al trabajo sexual dependerán, o no, del género de quien preste el servicio.

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Con todo lo anterior, desde mi perspectiva entiendo la preocupación de muchas feministas que opinan que la estructura del estado patriarcal también perjudica sistemáticamente a las mujeres tratándose de trabajo sexual. Sin embargo, pretender que el trabajo sexual es siempre condicionado e involuntario y que constituye la última opción por encontrarse en estado de necesidad, parece una postura moral más que una realidad que apele a la dignidad de los trabajos o servicios, pues hay innumerables ejemplos de oficios, jornadas y empleos que se dan en estructuras de desventaja y aprovechamiento. Además, dicha postura ignora las voces y experiencias de las personas que ejercen el trabajo sexual y que abogan por una regulación que proteja y garantice sus derechos humanos.

Por ello, como en casi todos los temas que involucren ejercicio libre de nuestros derechos humanos —dentro de los cuales está la libertad de trabajo y también nuestra sexualidad — debemos construir esquemas de seguridad, de justicia y de igualdad para que el ejercicio de nuestras decisiones no pueda tacharse con una letra escarlata. Así, y solo así, vislumbro un camino más igualitario y seguro para que, con verdadera voluntad, las personas puedan decidir si el trabajo sexual es o no una buena opción para ellas y ellos.

Regulemos el trabajo sexual para dar seguridad y libertad, como cualquier otro empleo, escuchemos las voces de quienes lo ejercen y exijamos condiciones mínimas que nos permitan ejercer nuestra libertad; sí, también la libertad sexual.

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Nota del editor: Alejandra Spitalier es Coordinadora de la ponencia del ministro Arturo Zaldívar. Siguela en Twitter . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.

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