Hubo un tiempo, no hace tanto, en que el obradorismo procuraba darles la vuelta a sus derrotas presentándolas como si en realidad fueran victorias. Uno de los ejemplos más recientes, aunque ni por asomo el único, ocurrió en enero pasado cuando Norma Piña fue designada como ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La candidata del presidente era la ministra Yasmín Esquivel, pero entre que le faltaron apoyos al interior del Pleno y el escándalo que estalló por el plagio de su tesis de licenciatura, el presidente se quedó con las ganas de que Esquivel encabezara el Poder Judicial.
El obradorismo contra la Corte
“Me pareció muy bien”, sostuvo López Obrador al día siguiente del nombramiento. “Eligieron los ministros como lo establece el procedimiento […] Se trata de un poder autónomo, independiente, como nunca había existido […] Eso no lo van a aceptar nunca nuestros adversarios, pero es la verdad. Nosotros no imponemos nada en la Corte y es tan evidente, aunque no lo quieran aceptar, que la presidenta Norma Piña siempre ha votado en contra de las iniciativas que nosotros hemos defendido. Es único el momento que estamos viviendo, nadie puede decir que hay subordinación, como era antes, de los poderes al Ejecutivo”.
Alrededor de un mes después, el presidente fue más explícito en atribuirse personalmente el mérito. Con su peculiar sentido de la (falsa) magnanimidad, aseguró que “la señora presidenta de la Corte, para hablar en plata, está por mí de presidenta”. Tras una larga digresión sobre cómo los mandatarios que lo antecedieron solían decidirlo todo (misma que incluyó referencias a su gestión como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, a Porfirio Díaz, a Adolfo Ruíz Cortines y a que le gusta desayunar tamalitos de chipilín o huevos motuleños) López Obrador sostuvo que las cosas han cambiado y por eso, gracias a él, Piña quedó al frente de la Corte.
Su argumento, ávido de lógica, podría resumirse más o menos así: perdió mi candidata pero yo gané; me da gusto que, conforme al procedimiento, haya quedado una señora que nunca me ha apoyado; yo no la puse porque ya no es como antes, sin embargo, ella está ahí por mí.
Qué lejos estamos ahora de aquel presidente que al menos intentaba disimular; que celebraba, así fuera solo de dientes para afuera, la importancia histórica de la separación de poderes. Bastaron unos cuantos meses y un par de descalabros más (en torno a la Guardia Nacional y la primera parte del “Plan B”) para que desistiera de guardar las apariencias y se entregara, desbocado, a combatir abiertamente a la Corte. Pasó de presumir que por fin era autónoma, en un abrir y cerrar de ojos, a repudiar abiertamente su autonomía. Hoy combate con ferocidad lo que ayer presumía como logro suyo.
De hecho, la multitud de privilegios por la que el obradorismo ha criticado a los integrantes de la Corte durante las últimas semanas, misma que han tenido desde que inició el sexenio, no fue tema mientras el ministro presidente Arturo Zaldívar estuvo alineado con López Obrador. Solo se convirtió en motivo de indignación y denuncia cuando la nueva ministra presidenta Piña y una mayoría de ministros dejaron de hacerle el juego a los caprichos y tiempos del gobierno para retomar su responsabilidad como defensores de la Constitución. El problema, en pocas palabras, no son sus privilegios sino su independencia.
Desde luego, el embate contra la Suprema Corte no es un caso aislado. Se inserta, más bien, en el contexto de la ofensiva obradorista contra el INE y el Tribunal Electoral, contra el INAI y el “elefante reumático” de la administración pública, contra la prensa y la comunidad científica, etcétera. Al final, esa ha sido la gran batalla de la autodenominada “cuarta transformación”: no contra el crimen organizado, la complicidad entre el poder político y el poder económico, los privilegios, el nepotismo, la impunidad ni la corrupción, sino contra todo aquello que pueda ejercer algún tipo de contrapeso, autonomía, monitoreo o crítica frente al poder del presidente.
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