Se trata de la fotografía de un hombre sentado, abrumado por el frío y el dolor, sobre los restos de la que era su casa. De entre las ruinas emerge un brazo. El hombre le toma la mano.
La primera vez que vi la fotografía estos días pensé que se trataba de un rescatista marcando el lugar donde había encontrado a un sobreviviente. Cuando supe la verdad detrás de esa imagen se me rompió el corazón, como seguramente se le rompe a usted que lee la historia o que pudo ver la fotografía también, porque no se trata de un rescatista ni mucho menos de un sobreviviente. El hombre es el padre de una joven mujer y la mano es de ella, que ha muerto entre los escombros.
El cuerpo de la adolescente descansa sobre un colchón, aplastado por toneladas de concreto. Es evidente que la ruina podría derrumbarse en cualquier instante, pero el padre se niega a irse. Está sentado de manera peligrosa, encaramado a lo que queda de su casa y de su vida, sin querer despegarse ya de su hija que se ha ido.
Yo no sé si le pasa a usted, querido lector, pero mi reacción ante estos horrores siempre es parecida: dan ganas de abrazar a la gente que tenemos cerca: a nuestros hijos y a nuestros padres, y dan ganas de hacer una pausa necesaria para agradecer las bendiciones que tenemos. Porque como nos ha recordado la naturaleza cada vez que quiere, y muchas veces en nuestro propio México, el futuro se va en un instante.
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