Los mexicanos desconocíamos el objetivo de convertir al Ejército en “súper policía”. Aquello resultó una mezcolanza de terrorismo institucionalizado, zozobra y el aumento de los delitos cometidos en agravio de los mexicanos cuyos efectos son, como ya señalé, el aumento de desaparecidos en todo el país.
La realidad es evidente. Los hechos son irrefutables. El Ejército mexicano ha desempeñado labores de “inteligencia”, que abarca la seguridad pública de todos los mexicanos incluyendo la vigilancia de aquellos actores que son relevantes para el oficialismo: opositores declarados, líderes y activistas sociales, periodistas, políticos, empresarios y todo aquel ciudadano capaz de causar algún problema al régimen en turno.
Este estado de cosas excepcional creado exprofeso es la más pura expresión de un México bajo control, acorralado y vigilado (espiado) por razones de “seguridad pública”. El estado de excepción ha devenido en una regla generalizada. El abandono de las instituciones de seguridad pública de carácter civil, el ‘soslayamiento’ de sus bandos, pero sobre todo, la subordinación de las autoridades civiles ante el Ejército demuestran que actualmente ya no hay “estado de excepción”, sino la creación de una súper institución militar con funciones de inteligencia, control y vigilancia.
Pero, ¿a quién favorece esta situación? Pese a las consecuencias de la militarización, las inconformidades de la sociedad civil y el sinnúmero de recomendaciones de organismos internacionales, la vigilancia castrense le da una ventaja al oficialismo sobre los ciudadanos: el control, que se ejerce sobre las bases del espionaje, la disuasión y, de ser necesario, la persecución.
Es evidente que la “razón de peso” de sacar - y ahora mantener - al Ejército en las calles no es la seguridad pública. Ese argumento ya no funciona para “justificar” la militarización del país. Nunca se cumplió esa finalidad.
La seguridad pública no es prioridad para el oficialismo, ni mucho menos constituye la justificación de la militarización. Si así fuera - supongamos - todas las instituciones de seguridad en los tres niveles de gobierno hubieran sido fortalecidas y “purificadas” para cumplir su función, al tiempo que se verifique el retorno paulatino de las tropas a sus cuarteles, porque así lo establecía nuestra constitución antes de la normalización de esta situación: el Ejército debe(ría) permanecer en sus cuarteles durante tiempos de paz.
En el sentido anterior, varios artículos de nuestra constitución fueron reformados para legitimar lo ‘ilegitimable’. La ley reglamentaria de la Guardia Nacional también fue modificada para ese mismo fin. Las reformas ya son un hecho. Habrá Ejército en las calles hasta el año 2028. He ahí la realidad.
“La suerte está echada”, se ha dicho últimamente para explicar la militarización de México. El artículo 135 constitucional requiere de la aprobación de las dos terceras partes de las legislaturas locales para darle validez a una reforma. En la actualidad, 28 de los 32 estados del país son gobernados por el partido mayoritario. Eso significa que la “legitimación de la militarización de México” encontró aprobación en el Congreso de la Unión y en la mayoría de las legislaturas locales. Los números, desgraciadamente, son contundentes.
Desde este punto de vista, es de advertirse que un partido y un gobierno que se ostentan como “de izquierda” sean los responsables de normalizar un estado de inseguridad antipopular, contrario a su propia ideología - que se supone - debería favorecer el progreso y la modernidad.
La militarización es una política retrógrada propia de los regímenes latinoamericanos del siglo XX, que buscaban su hegemonía al amparo de la ley y la democracia, pero también bajo el control de las fuerzas armadas. No puede haber progreso en estas circunstancias; tampoco puede haber libertad, ni ejercicio efectivo del disenso. ¿Quién se atreverá a disentir en un país bajo la vigilancia y el control de su propio gobierno “progresista”?