Asiduo seguidor del intelectual egipcio Sayyid Qutb, que abogaba por la confrontación del Islam con los valores occidentales, Al Zawahiri fue quien puso en el tablero las piezas para tratar de conseguir los objetivos centrales de la red terrorista: llevar a cabo un atentado que sacudiera hasta lo más profundo a Estados Unidos y lo comprometiera a una larga y onerosa guerra que diera paso, a su vez, al surgimiento de un nuevo califato que arraigara en la interpretación más radical de la ley islámica.
En lo segundo, Ayman al Zawahiri, Bin Laden y el resto de Al Qaeda fracasaron. No hay ni habrá reconstrucción del califato en el siglo XXI. Pero en lo primero, la historia es otra. Los ataques del 11 de septiembre fueron y siguen siendo un trauma que la sociedad estadounidense no ha digerido por completo.
Las guerras en Irak y Afganistán han dejado secuelas inimaginables. En ese sentido, la brutal provocación concebida por Ayman al Zawahiri resultó un éxito.
Pero ni siquiera ese éxito pudo garantizarle a Al Zawahiri una escapatoria definitiva de la justicia militar estadounidense. Su asesinato con un dron se presta para un debate moral, pero hay algo innegable: a pesar del paso del tiempo, el gobierno estadounidense no cejó en su intento por cobrar la cuenta pendiente de la herida del 2001.