Hay muchos aspectos en los que López Obrador ha demostrado ser un improvisado, un incompetente o ambas cosas. En su estilo de comunicación, sin embargo, no ha sido ninguna. La sencillez de su relato y la intransigencia con la que se ciñe a él son, probablemente, de sus mayores fortalezas como político.
Eso no significa que su discurso sea veraz ni tampoco que carezca de contradicciones. Significa, como bien lo ha explicado Luis Antonio Espino , que su discurso logra que muchos de quienes lo escuchan se sientan representados por él y le concedan, entonces, credibilidad.
Dicho de otro modo, las verdades que enuncia no son tanto factuales sino afectivas: construyen un vínculo emocional con sus audiencias –basado en la cercanía y la repetición– que le permite exentarse de tener que rendir cuentas por sus palabras y, en consecuencia, lo dota de una fuerza formidable que hoy por hoy no tiene ningún otro liderazgo en México.
El guion lopezobradorista, en ese sentido, constituye un arma poderosísima para hacer política, pero es una pésima herramienta para gobernar. Porque la simplicidad y la consistencia no sirven para habérselas con la complejidad de los problemas que enfrenta la administración pública, para adaptarse a sorpresas que demandan flexibilidad ni tampoco para imaginar soluciones innovadoras. Al contrario.
Ese apego recalcitrante al libreto establecido implica no solo lo que Chimamanda Ngozi Adichie llamó “el peligro de la historia única” , es decir, aferrarse a un punto de vista parcial pero totalizante que impide concebir el mundo desde una pluralidad de experiencias, negarse la posibilidad de descubrir otras perspectivas y enriquecerse de ellas.