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Apuntes sobre la guerra

¿No es la devoción por los héroes una forma de culto a la violencia? ¿Acaso no es cierto que la retórica del heroísmo militar sirve para tratar de dotar al horror de un significado sublime?
mar 01 marzo 2022 11:59 PM
“El Héroe”, litografía de 1933.
“El Héroe”, litografía de 1933.

“Uno de los rasgos más repugnantes de la guerra es que toda la propaganda bélica, todos los gritos y las mentiras y el odio provienen invariablemente de personas que no están en el campo de batalla” (George Orwell, Homenaje a Cataluña).

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A veces mis abuelos hablaban de la guerra como un recuerdo de infancia, como una experiencia remota pero indeleble, a un tiempo inocente y traumática. En su memoria no figuraban las complejidades de la transformación geopolítica europea durante la década de 1930. Jamás los escuché decir nada sobre tecnología ni estrategias militares; sobre derecho internacional, gestiones diplomáticas ni ayuda humanitaria.

Cuando hablaban de la guerra hablaban de las interminables filas del racionamiento; de la “pillería” y el “estraperlo”; de angustiosos recorridos por toda la ciudad para conseguir leche, pan, cerillos o aceite; en fin, hablaban de la carencia pero también del ingenio con el que trataban de engañar al hambre.

De hecho, a mi abuelo se le quedó el hábito de devorar la comida como “pelón de hospicio”: dejaba el plato siempre limpio, como si le fuera la vida en ello, no quedaba una morona de pan ni una gota de salsa. De niño pensaba que esa voracidad suya era de “mala educación”, años después caí en la cuenta de que más bien así lo había “educado” la guerra.

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“Los combates eran encarnizados. Participé en combates cuerpo a cuerpo. Era horroroso. Es inhumano. Las personas se machacan, hincan las bayonetas, se estrangulan unos a otros. Se rompen los huesos. Aullidos, gritos. Gemidos. Y ese crujido. ¡Ese crujido! No se olvida. El crujido de los huesos. Se oye cómo cruje el cráneo. Cómo se parte. Hasta para la guerra es demasiado, no hay nada humano en ello. No creeré a nadie que diga que no ha sentido miedo en la guerra. […]

El cuerpo trepidaba. Sentía escalofríos. Pero solo hasta oír el primer disparo. Luego todo se olvidaba al escuchar la voz de mando, me levantaba y corría hacia delante junto con los demás. Sin pensar en el miedo. Al día siguiente no podía dormir, el miedo me empapaba. Lo recordaba todo, cada detalle, me daba cuenta de que me podían haber matado y entonces sí, el miedo era tremendo.

Cuando acababa el ataque, era mejor no mirarse las caras, las caras son distintas, no son las que suelen tener las personas. No nos podíamos ni mirar entre nosotros. Ni siquiera podíamos mirar a los árboles. Me acercaba a los compañeros y oía: ¡Vete! No soy capaz de expresarlo.

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La sensación era que todos estaban fuera de sí, en los ojos de las personas había algo animal. Preferiría no haberlo visto” (Testimonio de Olga Yákovlevna, técnica sanitaria de una compañía de infantería del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial, en Svetlana Alexiévich, La guerra no tiene rostro de mujer).

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¿No es la devoción por los héroes una forma de culto a la violencia? ¿Acaso no es cierto que la retórica del heroísmo militar sirve para tratar de dotar al horror de un significado sublime? Tengo en mi pantalla la imagen de una obra de George Grosz, pintor alemán de la primera mitad del siglo XX, corrosivo retratista de los trastornos sociales y la bancarrota moral que desembocaron en el ascenso de Hitler al poder.

Es una litografía que muestra a un hombre desvaído, de rostro grotesco, desfigurado, con una expresión entre demencial y hueca. Está sentado en el piso, recargado sobre una muleta, el muñón de lo que le queda de una pierna al descubierto. Enfrente tiene un cacharro con una flor marchita, con la mano derecha parece estar ofreciendo a quien lo mira un insípido ramillete. Podría ser un pordiosero pidiendo limosna, tal vez un veterano de la Gran Guerra. La litografía es de 1933 y se llama “El Héroe”.

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Nota del editor:

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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