A veces mis abuelos hablaban de la guerra como un recuerdo de infancia, como una experiencia remota pero indeleble, a un tiempo inocente y traumática. En su memoria no figuraban las complejidades de la transformación geopolítica europea durante la década de 1930. Jamás los escuché decir nada sobre tecnología ni estrategias militares; sobre derecho internacional, gestiones diplomáticas ni ayuda humanitaria.
Cuando hablaban de la guerra hablaban de las interminables filas del racionamiento; de la “pillería” y el “estraperlo”; de angustiosos recorridos por toda la ciudad para conseguir leche, pan, cerillos o aceite; en fin, hablaban de la carencia pero también del ingenio con el que trataban de engañar al hambre.
De hecho, a mi abuelo se le quedó el hábito de devorar la comida como “pelón de hospicio”: dejaba el plato siempre limpio, como si le fuera la vida en ello, no quedaba una morona de pan ni una gota de salsa. De niño pensaba que esa voracidad suya era de “mala educación”, años después caí en la cuenta de que más bien así lo había “educado” la guerra.
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“Los combates eran encarnizados. Participé en combates cuerpo a cuerpo. Era horroroso. Es inhumano. Las personas se machacan, hincan las bayonetas, se estrangulan unos a otros. Se rompen los huesos. Aullidos, gritos. Gemidos. Y ese crujido. ¡Ese crujido! No se olvida. El crujido de los huesos. Se oye cómo cruje el cráneo. Cómo se parte. Hasta para la guerra es demasiado, no hay nada humano en ello. No creeré a nadie que diga que no ha sentido miedo en la guerra. […]
El cuerpo trepidaba. Sentía escalofríos. Pero solo hasta oír el primer disparo. Luego todo se olvidaba al escuchar la voz de mando, me levantaba y corría hacia delante junto con los demás. Sin pensar en el miedo. Al día siguiente no podía dormir, el miedo me empapaba. Lo recordaba todo, cada detalle, me daba cuenta de que me podían haber matado y entonces sí, el miedo era tremendo.
Cuando acababa el ataque, era mejor no mirarse las caras, las caras son distintas, no son las que suelen tener las personas. No nos podíamos ni mirar entre nosotros. Ni siquiera podíamos mirar a los árboles. Me acercaba a los compañeros y oía: ¡Vete! No soy capaz de expresarlo.