El contexto mexicano de aquella época resultó extrañamente propicio para ese experimento. Para enfrentar la crisis de legitimidad que estalló con el 68, Echeverría se propuso fortalecer la rectoría económica del Estado y aumentar el gasto social en educación pública, ciencia y tecnología –el Conacyt, de hecho, se creó al principio de ese mismo sexenio–. En esos años México todavía estaba lejos de ser una democracia, pero aun así se convirtió en destino de varios exilios sudamericanos que llegaron huyendo de las dictaduras militares, sobre todo, de Chile, tras el golpe que derrocó a Salvador Allende. Entre sus filas se encontraban varios funcionarios y académicos que terminaron recalando, fugaz pero felizmente, en el CIDE. En suma, hubo condiciones para que hicieran sinergia la iniciativa, los recursos y el talento, para darle viabilidad al proyecto.
Lee también:
En la víspera de su aniversario –en 2024 el CIDE cumpliría cincuenta años– el panorama no es alentador, como lo fue en su origen, sino ominoso. Primero, porque López Obrador ha decidido instrumentalizar la legitimidad democrática de su presidencia como un arma contra cualquier voz o institución que pueda llevarle la contraria. El valor del pensamiento crítico, de la evidencia empírica o de la libertad académica no es, según su discurso, más que un pretexto detrás del cual se escudan “neoliberales” y “corruptos” para defender sus “privilegios”. Segundo, porque la actual directora del Conacyt ha desplegado una agresiva política de sometimiento ideológico y captura institucional contra los centros públicos de investigación que, en el caso del CIDE, ha implicado estrangularlo financieramente, pasar por encima de sus normas e imponer a un director no solo ajeno a la comunidad, sino cuyas negligencias y arbitrariedades le han cosechado el repudio unánime de profesores, estudiantes y trabajadores.