A propósito de la crisis que atraviesa actualmente el CIDE, hay una paradoja que no deja de fascinarme: solemos suponer que se necesitan democracia y libertades para que florezca el conocimiento científico, por lo tanto, –nos decimos– los autoritarismos son su veneno, y no obstante…
El CIDE se fundó en 1974, durante el sexenio de Luis Echeverría. Sucedió en parte por el impulso de un grupo de economistas que asesoraba al presidente haciéndole estudios para que tomara decisiones de política pública; ellos concibieron la posibilidad de institucionalizar su labor en un centro más o menos equivalente a lo que en Estados Unidos era el NBER (National Bureau of Economic Research). También, y por otra parte, sucedió debido al empeño de otra economista, Trinidad Martínez Tarragó, que luego de varios años de estudiar y enseñar en Escocia regresó a México –a donde había llegado de niña con sus padres, exiliados de la Guerra Civil Española– con la clara determinación de poner al día la enseñanza de la economía en su patria adoptiva. La convergencia entre ambas inquietudes quedó plasmada en el nombre de la nueva institución: Centro de Investigación y Docencia Económicas.